"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

martes, 30 de diciembre de 2014

EL MENSAJE (relato)

Recupero un antiguo relato de 1999, cuya temática lamentablemente no puede ser más actual.

Lista de suicidios relacionados con la crisis.
Fuente: #15Mpedia

EL MENSAJE

     Entre la valla metálica que pretende impedir el acceso a las vías del tren y el ruinoso esqueleto de un edificio nunca acabado de construir, quedó olvidado de la mano de dios un pequeño manzano que nadie cuida. Achaparrado de puro viejo y de abandono, con un ramaje desgarbado salpicado por una misérrima fronda de hojas, ahora cenicientas, se lo ve, sin embargo, precisamente en esta época tan tardía del año, imprevisiblemente cuajado de multitud de frutos que el tibio sol del otoño se esfuerza inútilmente en sonrosar. No parece sobrevivir sino para encarnar en su pobre naturaleza el ritual anual de la vida, a pesar de las condiciones adversas, en ese terreno envenenado por la mano que un día metió ahí la excavadora y los escombros y luego, por imprevisión y falta de presupuesto, dejó una loma de ladrillos y casquijos y los hierros ya oxidados de un proyecto que quedó en solar y páramo.

     Ese pobre manzano es hoy el único testimonio de otras épocas en que proliferaban por aquí los olivos y las huertas, los árboles frutales respondían con generosidad al risueño transcurrir de una acequia.


     El joven funcionario conocía de oídas esta zona y sus avatares, cuando aún no llegaba hasta aquí el cercanías. El cinturón metropolitano todavía no se había abatido pantagruélicamente sobre estas tierras. Las conocía gracias a las batallitas de una bisabuela terca y algo tacaña, arrugadita como una pasa pero aún tozuda e ingobernable en la residencia de ancianos de la sierra adonde iban a visitarla las tardes de domingo; y gracias a una antigua fotografía en blanco y negro, que la madre había enmarcado y colgado en el pasillo.
     
     En la fotografía, se ve a la bisa altiva y satisfecha, sentada en característica pose de época, segura de sí y de la inmutabilidad del mundo, con ese vestido oscuro de raso con que acaba de contraer matrimonio. El hombre a su lado ya se ha cambiado los zapatos por las botas altas de regar, pero no ha perdido aún la apostura del acontecimiento, respira confianza en su papel y en las condiciones inalterables y difíciles de la vida. A sus espaldas, una casa rústica, no demasiado grande, a la sombra de un roble añoso, se yergue en la duermevela activa de la secularidad.

    La imagen respira una perfección de historia antigua, acabada, el aroma a ceniza de la brasa extinta. En esos ojos, cuya mirada firme en el objetivo parece echarle un pulso a la terca impenetrabilidad del futuro, descansa la rígida voluntad de una divinidad perpetuada en tradiciones sin réplica.

     Ni en sus previsiones más pesimistas podían ellos haberse imaginado entonces que, andando el tiempo, empujados por la brutal crueldad militar y por las bombas fratricidas, abandonarían un día esta tierra con sus cuatro hijos y, como ellos, al correr de los años, la abandonarían también los robles y los olivos, los árboles frutales y hasta la acequia, transformada en alcantarilla, para dejar paso a este laberinto de tristes edificios de protección oficial, entre quioscos y pequeños negocios que un día alimentarían en vano los pobres sueños de bienestar de aquellos campesinos cada día más acorralados y finalmente forzados a engrosar la maquinaria de ese monstruo insaciable, entre talleres con el cierre echado y parques industriales desde hace mucho en declive.

     El joven siente un vacío de reciprocidad ante la inminencia de ese territorio legendario en su memoria familiar, tan cercano a Madrid y a la vez tan alejado. A escasos metros del destino, el tren se ha detenido, esperando el cruce del tren contrario para recibir vía libre hasta el andén final. Ese pequeño manzano es el único testimonio vivo de sus mitos infantiles que ha salido a recibirle.

    Todo el trayecto tuvo la desagradable sensación de estar cometiendo algo así como un sacrilegio viniendo aquí a cumplir su cometido. Sabe que no va a encontrarse con ninguno de los pintorescos protagonistas de la memoria mágica que le inculcó la bisabuela y que el abuelo luego iluminó con los claroscuros de todo paraíso perdido. Los gañanes y las serenatas de requiebro del abuelo convivían pacíficamente con las últimas tecnologías del nieto en aquel piso estrecho y ruidoso de Carabanchel, del que la madre renegaba continuamente. El abuelo se marchó un día al cementerio de San Isidro, pero sus historietas antiguas permanecieron hasta hoy como un espacio de bondad para ése que hoy venía a ejecutar su incómoda tarea. Es como si sus obligaciones laborales le hubiesen tendido una trampa al arrastrarlo hasta la realidad del cuento, para mancillarlo.

     Siente que, al descender de ese tren, algo necesariamente va a romperse. La imagen de ese pequeño manzano, sin embargo, lo reconforta y anima.


     El paisaje no puede ser más triste. La funcionalidad material de los cinturones urbanos se cebó en estas tierras otrora fértiles, hoy inútiles sino como desagüe del festín económico.

     Dicen que por aquí cerca, en un descampado, estalló hace años una bomba enterrada, de la época de la guerra. Unos niños jugaban en el estercolero donde se amontonaban para estos pequeños descubridores los fantásticos tesoros del pobre. Jugaban y la muerte les explotó en las manos. La historia de los niños mancos viene hoy con la economía ejemplar de lo legendario. Respira la brutal impersonalidad del mito. Incluso su cronología, elástica entre un pasado indeterminado y una guerra imprecisa, casa a la perfección con el presente de estas calles, infectadas de promesas que nunca se cumplieron.

     La leyenda de los niños mancos no figuraba en el florilegio de la bisabuela ni en las expansiones emocionales de las navideñas sidras en familia. La leyenda se la acaba de relatar ese anciano que, como antiguo bardo sin auditorio, dejaba discurrir el tiempo apoltronado en una mesa a la esquina del bar donde el joven ha entrado a preguntar por la dirección.

     Aunque traía un callejero de mano, era fácil perderse en aquel dédalo de bloques de pisos, tan similares unos a otros, serpenteando entre parterres de jardín abandonados y patios interiores abiertos mediante soportales. Sobre en mano, optó por entrar en aquel bar a preguntar por la calle. Preguntó desde la puerta, a nadie en particular y a todo el mundo, y el chorro de voz de aquel viejo sentado solo en una esquina, como catapultado por una asociación de ideas o por la presencia de un oído nuevo, arrancó lento y envolvente a desempolvar antiguos recuerdos del lugar. Ninguno de los presentes dijo nada, ni para contradecirlo ni para animarlo.

     El camarero hojeaba tras la barra un periódico, apenas si levantó los ojos. Los ojos de los restantes parroquianos se hincaron sin pudor en el joven funcionario. Sólo el improvisado narrador permanecía con la mirada atenta al vacío del presente. Pero el presente era sombrío, muy sombrío, en los ojos de esos clientes de caña y horas, para los que el uniforme del recién llegado añadía sombra a las sombras. Lo veían como una amenaza. Se masticaba una violencia existencia en esas caras. La misma violencia con que había salido a recibirlo, nada más abandonar el tren, este pueblo asfixiado por la ciudad.

     La ciudad, en su voracidad ciega, se cebó bien con este antiguo entorno rural, y mató las leyendas. La de unos niños sorprendidos por la carcajada de la muerte en un descampado quedó atrapada, como la mosca en la gota de ámbar, en la memoria de un viejo que mira ya cara a cara el resplandor último, tan semejante a ese manzano olvidado en un solar, entre la valla del tren y el esqueleto de una construcción paralizada, cuajado ahora de frutos pequeños, sólo ligeramente sonrosados.


     Bajaba, justificándose a sí mismo su papel subalterno en la ejecución de su tarea. Bajaba por la calle en cuesta que le habían indicado en aquel bar. Bastaba mirar alrededor para descubrir las pruebas palpables de una doble estafa. La realidad no sólo había estafado a sus propias leyendas personales sino también a los habitantes de este presente atrapado en la decadencia material.

     El logotipo del oso de la sucursal bancaria, roto por una pedrada antigua, no impide a la oficina seguir ofertando sus servicios a una clientela inexistente. Las cruces gamadas compiten con los vítores futbolísticos en las persianas cerradas de los establecimientos. Faltan dedos para contar las papeleras volcadas o quemadas. Acaba de cruzarse con una mujer inundada en harapos, arrastrando un  carrillo de supermercado lleno de cartones. Las ventanas de un instituto dejan oír el griterío interior a través de sus cristales rotos. En una plaza de cemento, con fuente sin agua, unos hombres de mediana edad, en un banco, miran las musarañas. Luego lo miran a él, y su expresión cambia. Se hace dura, compleja, impenetrable. Sombría.

     Las garras de la ciudad cayeron sobre el pueblo como una plaga bíblica. El sol de media mañana asciende por oriente, oxidado por el humo del tráfico y otros humos, con una decrepitud de esfinge en la acuarela cenicienta del aire. Nada invita a alzar los ojos hacia ese sol herrumbroso, incapaz de quitar el frío de los huesos. De todas formas, ¿qué ojos en este lugar se volverían hoy a mirarlo? ¿Qué les importa ahora el sol a ellos?


     Se tragó esas miradas hostiles, como amarga vacuna preventiva ante la inminente realización de su trabajo, mientras localizaba el portal cuya dirección indicaba el sobre. Tuvo en el paladar, como nunca antes, la sensación del verdugo, ese sabor salino en quien se dispone a ejecutar la sentencia, funcionario de la desgracia. Trataba de confortarse diciéndose a sí mismo: Yo sólo soy el mensajero.

     Él sólo era el mensajero. Subía a esa casa tan parecida a tantas otras en su ritual laboral con el aplomo del actor amparado en su personaje. Él sólo era aquí transmisor de decisiones ajenas. En la mano traía la notificación timbrada de una orden judicial de desahucio. Contra la impertérrita máscara de su cometido, la mujer que abrió la puerta prorrumpió en un monólogo elegíaco. Dos críos, en composición clásica, le hacían eco con su llanto. Las vecinas, en  ritual de coro melodramático, alzaron en la escalera una letanía trágica.

     Desamparado a causa del paro y del contrato rescindido tras el último embarazo, el pueblo del Señor clamaba en el desierto. El coro vecinal gritaba un miserere de socorro. La protagonista alzaba al cielo los sarmientos suplicantes. Una corifea destacó del conjunto, solicitando con redundante estribillo la inmediata presencia de la tele y otros medios de comunicación.

     La tragedia adoptaba por momentos la policromía de una pasión barroca, viraba luego al manierismo de un bodegón naturalista, demasiado cotidiano para convertirse en singular o asumir las proporciones de lo noticiable. Todos los dedos acusadores apuntaban al joven uniformado. Pero él sólo era el portador del lúgubre mensaje.

     De acuerdo con los cánones clásicos, una vez entregado, escapa por un lateral entre bambalinas el mensajero. Queda a lo sumo la desazón de la molestia. Queda la consumación de la trágica, fuera de campo, no soliviante a las almas sensibles.


     Con la visión de aquellas ménades domésticas ardiéndole todavía en la retina, mientras el tren que ha de devolverle a Madrid aguarda detenido el paso de otro tren en sentido inverso, a través de la ventanilla vuelve los ojos hacia la tenacidad de ese manzano cargado de pequeños frutos. A su pie, una mujer con pañuelo en la cabeza y rasgos agitanados, probablemente rumana, está ahora cogiendo del árbol unas manzanas, que guarda en los grandes bolsillos de sus faldones. Mientras tanto, al lado, juega un chiquillo en un charco. Acaba de modelar con el barro algo parecido a un pájaro. Se incorpora. Mira esa figura quieta en su mano. Posada en la palma, la eleva con blanda gravedad hacia el cielo, como aupándola a volar.

     Pero el tren ya se aleja.

(Madrid, noviembre 1999)

miércoles, 3 de diciembre de 2014

BIZCOCHO GRIEGO DE NUECES Y NARANJA (karydópita: receta). MEMORIAS DEL OTOÑO


     Le está costando al otoño barrer definitivamente los últimos coletazos veraniegos. Las sinfonías cromáticas de la vegetación se dilatan y conviven con repentinas floraciones extemporáneas. Lluvias tormentosas no desembocan sino en apacibles atmósferas brillantes. Se demoran los puestos de castañas asadas que aún sobreviven, esa entrañable y humilde memoria sensorial de los fríos otoñales, en medio del vertiginoso tráfago urbano, Los madroños lucen su rojez terrosa a contraluz de un cielo completamente azul.

Madroños

     Este año, a pesar de las escandalosas tropelías de sus gobernantes, hemos podido disfrutar a satisfacción de uno de los espectáculos más admirables de este Madrid sumido en la cotidianidad. La cálida luz de los cielos otoñales en la capital del reino, cuando la contaminación atmosférica no la ensucia, volviéndola opaca y cenicienta, adquiere una presencia aterciopelada y transparente en todas las formas sobre las que se posa, una carnalidad casi tangible en el aire que respiramos. Según un amigo, son los cielos característicos de los mejores cuadros velazqueños. El otoño ha hecho arte de la realidad, arte sin precio, don de los sentidos y de la memoria, porque ninguna realidad sensible actúa sobre nosotros sin la memoria que nos hace sujetos de nuestras propias vivencias.

Jardines del Campo del Moro. Madrid.

     El otoño está asociado en mí a uno de mis recuerdos más antiguos.
     Como ya he explicado en otras ocasiones, nací y viví hasta los siete años en una vieja huerta de la hoy esquilmada vega granadina. No era una casa común. Tenía cabida para alojar de manera independiente a las cinco familias que componían la unidad familiar, mi abuela, mis tíos y nosotros, y todavía sobraba espacio para el granero, la cuadra, la pocilga, los gallineros, dos secaderos de tabaco, una alberca a cuya sombra crecían las fresas, una gran explanada central con dos palmeras, el emparrado y un par de limoneros, otros árboles, frutales y de ornamento, y un generoso huerto regado por su correspondiente acequia.
     Aunque las palabras, como la propia memoria, revistan la realidad de ese halo poético, la huerta daba muchísimo más trabajo que provecho y así, en plena explosión demográfica y urbanística, mi abuela acabó vendiéndola para su conversión en cuatro bloques de cemento.
     Seguramente fuera su pérdida cuando yo era un chavalín de siete años lo que me la haya idealizado como un auténtico paraíso perdido. En cualquier caso, engendró en mí el amor a la tierra y a todas las formas de lo vivo.

La huerta de las Almenillas.
Granada (1967)
     En un rincón de aquella huerta, se alzaba un viejo nogal de imponente copa. Cada otoño, la familia al completo nos reuníamos para la recolecta. Como no se lo mantenía para comerciar con su fruto sino para el propio consumo, aquella ocasión no significaba uno más de los duros trabajos del campo sino una fiesta familiar. Los hombres vareaban las ramas, mujeres y niños recogíamos las nueces caídas.
     Las conversaciones, los chascarrillos, las risas, las risas francas de los críos, las risas picaronas de las mujeres, las más recias y contenidas de mis tíos, las bromas, los juegos, mientras se iban llenando las banastas de esos pequeños cráneos frutales envueltos en una piel fuertemente aromática. El olor áspero y dulzón de las hojas del nogal incensaba la atmósfera. La crasa corteza que envuelve a las nueces dejaba en las manos un velo almizclado.
     Los hombres bebían vino, las mujeres iban sacando los manjares cocinados al amor de las brasas de la chimenea, los niños correteábamos por la plazoleta sobre una tierra reblandecida por las primeras lluvias. Se agotaban las últimas provisiones almacenadas, para dar paso a las nuevas: los melones colgados de las vigas, las orzas de manteca donde conservar la matanza, las hortalizas puestas a secar para los guisos del invierno. Al crepúsculo, los leños atizados de la chimenea iban calentando el chocolate que, al final de la jornada, repondría a aquellos hombres, a aquellas mujeres, a aquellos niños, congregados todos en torno al fuego familiar, bendiciendo con su sana alegría el generoso fruto del viejo nogal.
     Lógicamente, siendo yo entonces tan niño, muchos de estos datos entrarían en mi memoria a través de lo que otros me contaron luego. Sin embargo, en lo más profundo de mí, conservo cierta memoria sensorial que me asocia el olor de una hoja de nogal con el recuerdo agridulce de una felicidad antigua, muy antigua.

     Por ello, cuando muchísimos años después visité por primera vez mi otro amor, Grecia, la admiración que provocó en mí uno de sus parajes más hermosos, el monte Pelión, fue mucho más personal que la propia ante un escenario natural tan espléndido.
     No son sólo sus bosques de castaños y nogales, encaramados en abruptas montañas desde las que se otea el mar Egeo, lánguidamente tendido a los pies de esos macizos en el golfo de Volos, la antigua Yolco del mito de los argonautas. No son sólo sus casas blancas, resplandeciendo entre el oscuro verdor de la vegetación, conservando una autenticidad que desafía a su propia maquillaje para el visitante, que no violenta el escenario natural por el que van arracimándose. No es sólo el clima saludable y la serenidad de las alturas.
     Bajo aquellos mismos nogales, el centauro Quirón  preservó y transmitió el conocimiento heredado y un pensamiento autónomo a los héroes que partirían a por el vellocino de oro. Mostró el difícil camino hacia la auténtica humanidad a aquel Aquiles que acabó intercambiando con el rey troyano cadáveres y reconocimiento en el dolor, con su más odiado enemigo, con el padre de aquel Héctor que acabó en combate con la vida de su amado Patroclo; por encima del odio, encontraron eco en el héroe las antiguas palabras del centauro, escuchadas cuando niño bajo los centenarios nogales del monte Pelión.
     Todavía hoy rumorea en aquellos bosques el aliento sereno e inteligente del viejo Quirón.

     No recuerdo si fue en aquel paraje donde aprendí, si de viva voz o en alguna de esas típicas postales culinarias, la receta de este sabroso bizcocho de nueces, o si la recogí de algún antiguo libro de cocina griego, comprado en los bazares del tumultuoso Monastiraki. En cualquier caso, la jugosa textura de una karydópita consigue revivir en mí las memorias del otoño.

KARYDÓPITA (receta)

Ingredientes:
  • Harina de fuerza, 120 gr.
  • Azúcar, 125 gr. + 225 gr.
  • Mantequilla, 120 gr.
  • Levadura.
  • Huevos, 4.
  • Nueces, 250 gr.
  • Naranjas, 3.
  • Canela molida.
  • Clavo molido.
  • Ron / Brandy, 1 copa.

     El primer paso consiste en mezclar bien los ingredientes secos del bizcocho. En un recipiente, tamizamos la harina y, abriendo un pequeño hoyo en el centro, añadimos un sobre de levadura, la ralladura de una naranja, una cucharadita de café de canela molida y media cucharadita de clavo molido. Lo mezclamos bien, hasta que adquiera ese granulado color de corteza de árbol.


     En otro recipiente mayor, batimos bien la mantequilla derretida con 125 gramos de azúcar. Añadimos entonces las yemas de cuatro huevos, reservando aparte las claras, y volvemos a batir hasta obtener una consistencia cremosa y homogénea.


     Añadimos entonces la mezcla del anterior recipiente, la harina con la levadura, naranja, canela y clavo, y volvemos a mezclar enérgicamente con la varilla. Es el momento de incorporar las nueces, previamente humedecidas ligeramente y enharinadas, para que no se vayan todas al fondo. Montamos las cuatro claras de huevo sobrantes a punto de nieve y las vamos incorporando poco a poco a la mezcla, removiendo con cuidado de arriba abajo, para que no descienda el volumen de las claras.
     Untamos el molde del bizcocho con mantequilla y lo recubrimos con una fina capa de harina. Yo suelo hacerlo echando una cucharada en el centro del molde y balanceándolo en diferentes sentidos, para que la harina quede por sí misma pegada a las paredes y al fondo, y eliminando la sobrante.


     Vertemos la mezcla en el molde y lo introducimos en el horno, previamente calentado a 160 grados, durante unos 35 minutos. Para comprobar que está suficientemente cocido, basta con introducirle una aguja larga. Si ésta sale completamente limpia y seca, quiere decir que el bizcocho está hecho.


     Entre tanto, echamos en un cazo el zumo de 3 naranjas, añadiendo agua hasta completar 300 mililitros de líquido. Añadimos la corteza de una naranja, cortada en pequeños cuadraditos, y 225 gramos de azúcar en grano.


    Ponemos el cazo a fuego lento hasta que el azúcar se disuelva, entonces subimos el fuego, llevando el almíbar a ebullición y dejándolo hervir, sin dejar de remover de vez en cuando, hasta que comience a espesar, unos 20 minutos, momento en que añadimos una copa de ron o de brandy. Lo dejamos al fuego unos 5 minutos más para que evapore el alcohol y lo apartamos del fuego.

     Cuando el bizcocho haya enfriado un poco, con ayuda de una cuchara sopera, vamos recubriéndolo con los cuadraditos de cáscara de naranja empapados en almíbar. El resto del almíbar lo introduciremos en el interior de la karydópita con una jeringa gruesa, para que se empape bien.

     Y ya está. Listo.


     Buen provecho.