"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

martes, 29 de julio de 2014

Salmorejo y Ajoblanco

     No sólo de literatura vive el hombre.

     La comida es un elemento esencial en la estructura de cualquier sociedad, no sólo humana. La manera como se organizan la adquisición, el almacenamiento, la elaboración y el consumo del alimento definen con toda claridad las relaciones entre sus miembros. En el caso de las sociedades humanas y por encima de las peculiaridades locales, todo este proceso condiciona nuestra existencia cotidiana al tiempo que refleja un concepto mucho más amplio del mundo y de nuestro compromiso con él.

     Seferis, poeta griego galardonado en 1963 con el nobel de literatura, nos recuerda en un poema que, según el mito de Odiseo, los compañeros que desesperaron e intentaron superar la crisis de alimento devorando las vacas de Helios, el sol, atentaron contra lo más sagrado de la propia naturaleza y con ello determinaron su propia ruina.
     Como seres vivos y como especie, tenemos un margen de maniobra muy amplio, pero también unos límites, los límites de ese equilibrio frágil y sustancial que es la propia existencia, unos límites que la voracidad mercantilista se obceca en traspasar aun a riesgo de llevar la supervivencia del planeta tierra a la catástrofe irreversible.

     Por otro lado, existe una milenaria tradición mediterránea de sociabilidad en torno al festín o el banquete, que merece la pena preservar frente al individualismo capitalista.
     Cuando las tropas aqueas, apostadas frente a los muros de Troya, pasan por su peor momento en el asedio a la ilustre ciudad fortificada y deciden enviar una embajada a Aquiles para que deponga su cólera ante la afrenta sufrida, que lo retiene inactivo, el joven héroe asa un cordero y lo comparte con esos emisarios, que son sus propios compañeros de armas, antes de iniciar el parlamento. Primero compartimos la comida y luego la palabra.
     La escena se repite en innumerables ocasiones, no sólo en La Ilíada y La Odisea sino en todas las culturas que se desarrollan alrededor del Mediterráneo. La conversación en torno a la comida no es sólo un lugar común de la literatura griega, latina, persa, árabe, romance. Es una realidad activa y fecunda incluso en nuestras sociedades hoy más cosmopolitas y globalizadas. Quien comparte mesa y comida comparte mucho más.
     La figura degradada de esta práctica serían las comidas de trabajo o las cenas de empresa, donde el alimento no sirve de canal comunicativo sino de estrategia comercial o corporativa. La forma más aberrante de almuerzo compartido, cuando la política dirime en una mesa privada y reservada lo que debería dirimirse en un espacio auténticamente abierto y democrático.

     En el jardín de Epicuro, la conversación filosófica se desarrollaba en torno a una comida tan frugal como fraterna. En ese sentido, aprovecho este espacio virtual para compartir algunas recetas que me parecen dignas de ello o con las que suelo agasajar a los amigos. Según las estaciones, iré aportando información sobre el tema, para aliviar un tanto la necesidad del pensamiento, no con frivolidad, sino con ánimo de confidencia cordial.

     Y ya que estamos en plenas calores del verano, ¿qué mejor que un salmorejo o un ajoblanco?


SALMOREJO

     La primera vez que oí hablar de esta fresca y equilibrada comida, hace ahora casi treinta años, fue a un amigo que vivía en Málaga, aunque él lo llamaba de otra manera: porra antequerana.

     Me enseñó no sólo los ingredientes sino la especial manera de tratarlos. Con el tiempo, esta crema suave fue haciéndose cada vez más habitual, primero en Córdoba, luego en Granada, años después en Madrid, hoy en muchísimos lugares de la península, en todos ellos bajo la común denominación de salmorejo.


     Ingredientes básicos (para unos tres litros):
  • tomates, 3 k.
  • pan duro, unos 300 gr.
  • ajo, un par de dientes
  • vinagre, 25 ml.
  • aceite de oliva, 250 ml.
      La base de esta comida es el tomate, por lo que conviene escogerlo maduro y carnoso; si es posible, tomates de calidad, aunque la conjunción de ingredientes en el salmorejo es tan armoniosa que, como en una obra de Mozart, incluso los peores intérpretes son incapaces de desvirtuar por completo su concepción.

     El primer paso, fundamental para que el salmorejo adquiera la textura más adecuada, es cortar los tomates, una vez lavados, por la mitad y estrujarlos un poco para que suelten las semillas y el sobrante de líquido. A continuación, los rallamos con la cara del rallador de agujeros más grandes, para no licuarlos. Yo suelo realizar esta operación sobre el propio pan, preferiblemente duro de un par de días, para que se vaya empapando con el jugo.

     Una vez tenemos el tomate rallado y mezclado con el pan, picamos y añadimos un par de dientes de ajo. Debemos tener cuidado con este ingrediente en crudo, que puede aromatizar con sabor fresco y agreste o enseñorearse demasiado del resultado final. Dependiendo del gusto de los comensales, puede aumentarse un poco o disminuirse la cantidad.
   
     Es el momento de añadir un poco de sal, el vinagre y el aceite y batir muy bien con la batidora.
     Para los amantes del comino, una pizca de comino en polvo proporciona al salmorejo una peculiaridad muy aromática, sobre todo si se maja el comino en grano en el propio momento de usarlo. Me cuento entre los que encuentran delicioso potenciar el sabor de guisos y ensaladas con esta especia humilde y tradicional, que los antiguos griegos, debido a su tamaño minúsculo, utilizaban como punto de referencia para algo ridículo y mezquino: "como cortar comino".
     En cuanto a la cantidad justa de aceite, iremos añadiendo hasta que éste confiera al tomate una cremosidad suave, al tiempo que contrarresta su acidez. Si somos poco generosos con él, obtendremos no un salmorejo, sino una sopa fría de tomate; si nos pasamos, puede amargar.




     Y ya está, lo pasamos al frigorífico para tomarlo fresquito.
 
     Cuidado: el salmorejo adquiere su auténtico sabor cuando se enfría. Por ello, conviene no rectificar de sal y vinagre en el momento de realizarlo, sino antes de servirlo, una vez esté lo suficiente frío.


     Suele acompañarse de un picadillo de huevo duro y jamón serrano, lo que lo convierte en un primer plato completo y equilibrado tanto energética como sensorialmente. Lo he probado también acompañado de otros virtuosismos, como crujiente de jamón o espuma de huevo. Sin embargo, el salmorejo en sí mismo tiene tal entidad que cualquier aditamento resulta anecdótico.


     Cuando quiero un plato completo veraniego, a veces uso el salmorejo como base para una ensalada fría de pasta.
     En este caso, lo elaboro con menos pan, para que quede un poco más líquido. Cuezo pasta (macarrones o espirales), la mezclo con el salmorejo y añado, en lugar de huevo y jamón, caballa en conserva desmigada y alcaparras.
     Importante, prepararlo la víspera, para que la pasta absorba bien el jugo del salmorejo y se impregne de su sabor.


AJOBLANCO

     El ajoblanco es una sopa fría de almendras, aunque también existe en Granada una variedad de ajoblanco que sustituye las almendras por harina de habas, de fácil adquisición en cualquier establecimiento de la zona. El resultado es bastante similar y cualquiera de las dos variedades igualmente recomendables.


     Es este ajoblanco de harina de habas el que recuerdo de mi infancia. Y lo recuerdo con la emoción de un acontecimiento excepcional, ya que no lo preparaba mi madre, sino una mujer que, sin ser familiar directo, formó parte fundamental de la familia. Venía a casa a coser desde tiempos inmemoriales, a coser y a mucho más. Compartíamos mesa y vivencias. A ella se le encomendaba siempre, no sé por qué razón, tanto la elaboración del ajoblanco como el desgranar en otoño las granadas. Además de regalarme mi primer disco de música clásica, la Novena de Beethoven, me regaló el ajoblanco y las granadas, entre otras muchas cosas, una mirada mítica a la infancia como espacio de descubrimiento.
     Volvamos al ajoblanco en sí.

     Ingredientes básicos (para unos 2 litros)
  • almendras, 250 gr. (que pueden sustituirse por harina de habas, en la proporción indicada en el propio paquete)
  • ajo, dos dientes
  • miga de pan, 225 gr. (menor cantidad en caso de hacerlo con harina de habas)
  • aceite de oliva, 150 ml.
  • vinagre, 20 ml.
  • agua, 1,5 l.
  • sal

     Trituramos y batimos bien las almendras (o, en su caso, la harina de habas) con el ajo picado. Para ayudarnos en el proceso, podemos ir añadiendo poco a poco una pequeña parte del agua, la imprescindible para poder batirlo. Es muy importante batir bien todos los ingredientes y en su orden correspondiente.

     Una vez hayamos obtenido una pasta de color blanco sucio, añadimos la miga de pan, el aceite y el vinagre. Para el pan, suelo utilizarlo duro de varios días, después de rasparle totalmente la corteza con un rallador, para que el marrón de dicha corteza no enturbie el color blanco final.
     Volvemos a batir hasta que el resultado sea completamente homogéneo. Si la batidora presenta dificultad por la solidez de los ingredientes, iremos añadiéndole un poco más de agua, la imprescindible.
     Finalmente, incorporamos el resto del agua hasta el litro y medio y la sal. Volvemos a batir como si nos fuera la vida en ello.
     Ya sólo queda pasar el producto final por el chino. Si lo hemos batido bien, no deberían quedar en el chino demasiados restos y el ajoblanco mostrar un aspecto homogéneo blanco marfil.
     Y al frigorífico para que esté fresquito.


      Igual que con el salmorejo, la proporción de vinagre, ajo y sal puede variar un poco según gustos personales. Yo suelo hacerlo con estas proporciones, con las que resulta sabroso pero suave.


     Aunque no lo he tomado de la tradición familiar, sino de un antiguo centro granadino de comida mozárabe, el ajoblanco está delicioso si lo acompañamos de unas cuantas uvas sin piel ni pepitas y cortadas en mitades o cuartos. El contraste entre la áspera cremosidad del ajoblanco y el fresco dulzor de la uva son un festín del paladar.


     Buen provecho.

jueves, 17 de julio de 2014

El osito y los forajidos (un relato)



Recupero aquí un antiguo relato mío, galardonado en 1999 con el Primer Premio Decano Pedrol de relato corto. Es hoy un placer compartirlo.



EL OSITO Y LOS FORAJIDOS

      Ahora mismo, el osito tiene delante tres forajidos y dos arsenales de armamento, unos y otros ocultos tras algunas de las ocho puertas cerradas. En este momento del juego, todavía es cuestión de suerte. Aún no se pueden pensar los movimientos. Si pincho en ésta, puedo ser cazado por un forajido y perder la partida, descubrir un arsenal o conseguir una vida extra, o encontrar vía libre para acceder a la selva.
     El osito, parpadeando a la espera, permanecerá con esa misma sonrisa imbécil mientras yo no falle, igual que el hermanito cuando mamá la hace el ajó ajó y a ella entonces se le pone cara de ensaimada. No, mamá es más bien como una hamburguesa, un pan aplastado y siempre atiborrado de cosas: que si la fregona y el plumero, que si la plancha o el uniforme del cole y las camisas de papá, que si el carro de la compra, las cacerolas, el microondas, el champú y las tiritas, la ropa de invierno, la ropa de verano, la bombona del butano, el móvil, el bono del dentista, el de las clases de natación, la licuadora, la yogurtera, las bolsas de las tiendas, el estuche de la manicura, ¡ah!, y la mopa de encerar los suelos y niño, no te muevas de tu cuarto. Mamá siempre está repitiendo que para cenar va a premiarme, eso dice ella, premiarme, con una hamburguesa, que detesto, si vuelvo rápidamente del cole. No se pasa mal en el cole, está mi compa Santisteban. Pero donde mejor lo paso es aquí, con el ordenador. La seño es como un espárrago con mayonesa. Tan larga y con el pelo cada vez más rubio chorreándole por la cara. Cuando habla de mates y no la entendemos y como no la entendemos hablamos mi compa y yo, que sí nos entendemos siempre muy bien incluso cuando no nos entendemos del todo y nos peleamos, ella entonces se pone verde y estira el cuello para regañarnos, y el pelo casi blanco chorreándole más cuanto más se agita. Como un espárrago con un pegotón de mayonesa en la punta. A veces, cuando de tanto gritar como si estuviéramos sordos se queda afónica y llora, me da un poco de pena y le digo a Santisteban que ya no vamos a hablar más. Pero es que explica muy raro y en seguida nos aburrimos. Habla como en extranjero, con unas palabras que ni Natalia entiende, y eso que Natalia lo entiende siempre todo y todo más que ninguno de la clase hasta cuando no lo entiende. La seño habla como en extraterrestre, como los extraterrestres del juego Guerra Final. Sí, cuando se enfada, se pone más bien verde extraterrestre que espárrago. Yo una vez me comí un espárrago, y pican. No me gustan los espárragos de la frutería ni las hamburguesas. Por eso, al terminar el cole, acompaño primero a Santisteban hasta su casa, que está en la otra calle de muy lejos, a Romero viene su madre en coche a recogerlo, y después doy yo solo un rodeo por el parque y le echo a los patos, que sí les gusta, el bollo que mamá me pone en la mochila, y luego cuento las baldosas de la acera una por una, y subo por las escaleras contando escalones, no cojo el ascensor, aunque esté deseando venir corriendo a sentarme delante del ordenador a ver si consigo batir mi marca de 47 segundos. Pues si tardo mucho, consigo que no me premie mamá con una hamburguesa. Todo porque un día me emperré en que me llevaran a comer al McDonalds sólo por la máscara de Babe y de Rex que daban de regalo. Desde entonces, ella se empeña siempre en darme una hamburguesa si hago las cosas como ella quiere. Si le digo que no me gustan, entonces es como cuando le tiras un bocado a la hamburguesa y todo se te derrama por los lados y te pringas los dedos y la cara y da asco. Ella chilla porque no hay dios que nos entienda y vamos entre todos a volverla loca. A mí lo que me gusta de verdad es el gazpacho manchego que hace mamá cuando viene del pueblo la abuela. La abuela parece una hogaza de pan gallego, esponjosa y pánfila, o un roscón de reyes, que siempre trae sorpresas. Papá es como un perrito caliente, larguirucho y sonrosado, saliéndose del traje como la salchicha del bollo, siempre con cara de angustia salvo cuando dan un partido por la tele y entonces se pone rojo como si le hubieran echado un chorreón de kétchup. De vez en cuando me persigue para que le haga en el ordenador las cuentas ésas del iva, y las de hacienda y la seguridad social, con las que a él le gusta jugar, más que al osito y los forajidos, y todo para luego ponerse enfermo, amarillo, como si lo hubieran restregado con mostaza, y mamá entonces tiene que meterlo en la cama y darle unas friegas de alcohol. Son raros.

     ¡Bien! Una puerta abierta. De los seis caminos, tres conducen directos al corazón de la selva, hay dos con forajidos camuflados y en uno puedes repostar tu arsenal de armamento. Como he entrado por la puerta cinco y se me han abierto seis rutas, quiere decir que ésta debe de estar libre de amenazas. ¡Y encima me da tiempo de regalo! ¡Bien! Toda la pantalla se ha puesto a hacer ruiditos y a chisporrotear, como cuando papá y mamá se juntan en el comedor a ver la tele y siempre terminan peleándose como los calamares en la freidora, los dos gritándose a la vez, porque uno quiere un canal y otro, otro. Y nunca se ponen de acuerdo. Los dos quieren el mando a distancia.
     ¡Huy! Menos mal. Si no descubro a tiempo a ese forajido oculto detrás de la pirámide, me mata al osito. Mata al osito, no a mí. Papá, cuando se me echa en el hombro para mirar la pantalla, siempre dice que te van a matar, como si fuera a mí a quien mataran, qué tonto. Cuando fallo y se acaba la partida, es el osito el que se muere. Se tira al suelo de espaldas y se pone a mover las patas como si le hubiera dado un calambre, igual que papá cuando cambia una bombilla y mamá no deja de gritarle que tenga cuidado, no vaya a darle la corriente, y se lo dice tantas veces que papá se pone nervioso y ya no atina y terminan discutiendo y luego le da el estrés y se tumba en el sofá a respirar como un besugo. Pues lo mismo hace el osito al morirse, sacudiendo las patas en el aire. Yo sólo lo dirijo por la pantalla con el ratón y, si lo matan, es él quien se muere, no yo. Por mí, pincho en iniciar y comienzo otra partida. Eso sí, si ganamos, me pongo muy contento porque entonces sube mi marca y Santisteban y yo vamos muy iguales. Hace mucho que ya no bato mi propio récord. Casi siempre termino las partidas. Pero lo difícil ahora es hacerlo en menos de 47 segundos. Papá dice, poniendo cara de cruasán, que su hijo es muy listo porque con este aparato se desarrolla mucha habilidad para las matemáticas, que lo ha oído en la oficina. Mamá, con cara de lechuga a punto de echarle el vinagre, dice que sí, pero que desde que me compraron el ordenador ya no leo y que en la pelu ha oído que estos cacharros vuelven a los niños tontos. Papá le responde como si tuviera un huevo duro en la garganta: ¡Mi hijo, tonto! ¿Tonto? ¿Tonto, mi niño?, tres veces lo repite. Papá lo repite todo tres veces, como la seño, para que te lo aprendas bien, pero la seño es como las uvas de nochevieja, siempre se te hacen una bola de huesos y pellejos y caldo en la boca, y las cosas que repite papá son como los gusanitos, que te metes veinte y los chascas con la lengua. ¿Tonto? ¿Tonto? ¿Tonto? Tontas serán tus amigas de la pelu. Entonces mamá chilla que además lo han dicho en la tele y papá chilla todavía más que los de la tele están todos locos. Y es verdad, que yo oigo desde mi cuarto las peleas de las tertulias que le gustan a mamá y chillan igual que las gallinas del pueblo donde veraneamos. En el pueblo donde veraneamos dicen mis padres que vivieron ellos su infancia, pero yo no me lo creo, porque si hubieran estado allí de chicos mucho tiempo se habrían puesto malos y se habrían muerto y yo no habría nacido. Aquí en Móstoles, papá y mamá son más o menos normales, como los de Santisteban y los de Natalia y Romero y los otros. No son ni buenos ni malos. Los padres no pueden ser buenos ni malos, son padres. Los que son malos o buenos son los hijos, según se porten. Ellos son un papá y una mamá, como todos los papás y todas las mamás. Pero cuando vamos al pueblo se vuelven muy raros, hablando a las visitas a gritos como si estuviéramos de cumpleaños, y empujándome contra una tita y otra tita para que me restrieguen todos esos besos con saliva y me digan que si estoy más gordo o más delgado y me tiren pellizcos mientras papá y mamá ponen caras de dibujos animados, como cuando hice de buey en el belén del cole y ellos de lejos me señalaban y hacían gestos de estar muy contentos. Las vecinas les cuentan todas las muertes y todas las desgracias del pueblo desde el último verano y ellos parecen los más felices del mundo. Y luego, cuando todas las titas y las vecinas se han ido todas y nos quedamos solos, resoplan y se desinflan igual que un globo y refunfuñan como si hubieran tenido que tomarse un jarabe y dicen que es la última vez que veraneamos en el pueblo, que eso no es descansar ni es nada, pero luego en casa siempre están hablando del pueblo y acordándose de cosas del pueblo y todos los veranos volvemos allí como a una fiesta y regresamos como de la consulta del psicólogo, que cada palabra que dice confunde más a papá y a mamá y, como no saben si es bueno o malo lo que les dice, agachan la cabeza y a todo responden un sí bajito. En el pueblo, papá y mamá siempre hablan inflados con la gente, como las palomitas en el microondas. Ahora que lo pienso, es que los pueblos son muy raros. Las gallinas allí no son como las que mamá echa en la sopa. ¡Tienen plumas!, como los indios de West War. ¡Destruido ese forajido! ¡Una vida extra! El osito sacude las piernas y los brazos cambiando de colores y pegando saltos. Venga ya, termina. Que pierdo tiempo.

     Creen que no leo. No saben que cojo a escondidas tomos de la enciclopedia que mamá colocó en el mueble del comedor. Si me ve tocar algo de ese mueble se le pone la cara encarnada igual que los cangrejos cuando los echa en el agua hirviendo. Y el osito sin parar de cambiar de colores y los segundos no se detienen. A ver si termina de hacer el ganso. Mamá siempre dice que lo único que me gusta es hacer el ganso y jugar con el ordenador, en vez de leer para sacar buenas notas. Y si me ve con un libro que no es del cole, mueve la cabeza como el osito a un lado y a otro y dice cuentecitos, cuentecitos, menos cuentecitos y más estudio, apretando los dientes como cuando papá le arranca las canas. Los cuentos que Romero lleva a clase tienen fotos con mujeres, la enciclopedia del comedor tiene fotos de lugares, de personas, de todo lo que te puedas imaginar, tiene historias y cosas que no entiendo pero son bonitas, puestas en cada página como en una pantalla de ordenador. A mí me gustan las historias, y los churros. El hombre que trajo a casa la enciclopedia en varias cajas tenía la cara sosa como un yogur, hasta que mamá le dio unas monedas y fue como si al yogur le echaran mermelada de frambuesa.
     ¡Un forajido me corta el paso! Hay tres salidas. Cada una tiene sus riesgos. Pero el forajido se acerca. ¡Rápido!, a la canoa... Hay que cruzar este río infestado de cocodrilos. Ahí viene uno. Tengo que meterle un palo en la boca justo cuando pase al lado, ni antes ni después. ¡Así! Leo por las noches, cuando papá y mamá tienen a gritos los chistes de la tele, entonces sé que no van a levantarse del sofá en mucho rato. Como la enciclopedia son muchos libros y todos iguales por fuera, mientras mamá le da de comer al hermanito en la cocina, yo voy cogiendo uno cada vez y recolocando los demás para que no se note que falta uno, luego lo escondo debajo del colchón hasta que sé que ellos no se van a levantar de la tele. Leo con la linterna que me regaló mi amigo Santisteban para mi cumpleaños. A papá se le pone cara de mejillón en escabeche en cuanto ve una luz encendida y en seguida lloriquea hablando de las facturas, pobrecito, que son unos papeles que cada vez que mamá se los sube del buzón, cargada como viene siempre de bolsas y paquetes, a papá se le pone cara de mejillón, con las manos en alto, y siempre repite la del teléfono, la del agua, la de la luz, la de la hipoteca, la de la enciclopedia, la del coche, la del colegio... A ver, la del teléfono, la del agua, la de la luz, la de la hipoteca, la de la enciclopedia, la del coche, la del cole... ¡Ah!, y la del ordenador. Se me olvidaba. Ocho. Son ocho y siempre en el mismo orden.

     ¡Un forajido camuflado! Me ha hundido la canoa. Menos mal que tenía una vida extra y ha sido sólo eso. Ahora hay que nadar entre cocodrilos. Suerte que todavía tengo casi todo mi armamento. Mi amigo Santisteban, que la seño dice que tiene menos entendimiento que un chorlito, con el ordenador es un hacha. En los recreos nos juntamos con él, Romero y yo, y nos contamos las peripecias de cada uno con las partidas. Y cuando por fin suena la sirena de terminar las clases, los tres salimos corriendo cada uno a su casa. Bueno, eso es lo que me gustaría a mí. Me salvé de los cocodrilos, buena batida. Pero me he quedado sin armamento. Yo tengo que acompañar a Santisteban a su casa, a Romero viene siempre en coche su madre a recogerlo, y todavía tengo que tardar todo el rato que pueda antes de ponerme a jugar con el osito. A Santisteban sí le gustan las hamburguesas, aunque su madre nunca se las hace, y las pelis de explosiones. A él no le gustan las chorradas de niños que echan por la tarde en la tele, pero cuando vuelve del cole la enciende a espaldas de su madre para que ella lo castigue sin chocolate en la merienda. Con el chocolate le salen espinillas. ¿Me saldrán a mí también alguna vez? Dicen que sí, si me toco. A Santisteban le gustaría merendar hamburguesas y no chocolate. A mí el chocolate me gusta mucho, pero mamá dice que con el chocolate se me pican los dientes. Será por eso que no tengo espinillas, porque tocarme me toco. Romero es como un cocido, le entra de todo, todo le gusta. Nunca deja de tener hambre. Pero está más delgado que un espagueti, y tiene muchas espinillas porque su madre le echa siempre para el recreo una cuña de chocolate y es el que más se toca. A clase se trae esos cuentos de su padre que enseña sólo a sus amigos mientras se tocan todos juntos en el hueco de la escalera del patio trasero. Yo unos días soy su amigo y otros no tanto.

     Este osito es más bobo que un sándwich mixto. ¿Pues no ha caído en las arenas movedizas, el muy tonto? Y todo por no pensar. ¡Qué bobo! Míralo, ya está subiendo las manos a la cabeza y poniéndose marrón verduzco. A mí ese color no me gusta. Me recuerda las sopas que hizo papá con sobres cuando mamá estuvo en el hospital para traerse un hermanito. ¡Una liana! Atento, agárrate a ella. ¡Ahora! Bien. Me gusta el amarillo de los huevos fritos y el amarillo de los plátanos. Los forajidos son negros, como esas morcillas que nos traemos del pueblo y que a mí me gusta cuando las espachurro entre el pan y chorrea en el plato unas gotitas de pringue roja. Pero a mamá le ha dicho nuestra vecina Manoli no sé qué del colesterol y ahora, en vez de morcilla, compra unas salchichas que saben a goma de borrar. Los forajidos son negros como el gato supersimpático que nos regalaron en el pueblo y que a mamá le dijo nuestra vecina que volvería tonto al hermanito cuando todavía tenía la barriga gorda. De todas formas nos ha salido tonto, ni habla. Papá se fue con el gato en el coche y volvió sin él. A mí me dio mucha pena que el gatito se fuera de casa. Fue entonces cuando, para conformarme, me compraron el ordenador.
     Ese hueco en el árbol puede ser una trampa o un beneficio. Si quiero superar mi marca personal, tengo que arriesgarme. ¡Requetebién! ¡El mapa del tesoro! Esto ya está hecho. Toda la pantalla hace luces como una feria. Las ferias son en el pueblo, y la gente se pone enferma bebiendo alcohol, que es un líquido para echar en las heridas y que escuezan. Por eso gritan cuando se lo beben. Papá también, sólo en la feria del pueblo. En el pueblo de nuestra vecina Manoli dice ella que también hay una feria y siempre me trae un regalo, este año un cerdo que es una hucha para que ahorre. La vecina es como el arroz tres delicias. Cuando mamá dice algo de ella es como si fuera a ser algo maravilloso, pone voz de sorpresa, pero luego no te sabe a nada. Una vez mamá le dijo a papá que nuestra vecina está tan al día de todo porque puede pasarse las horas viendo la tele, como no tiene hijos que cuidar. Yo me quedé muy sorprendido y se lo conté a Romero y a Santisteban. Ellos tampoco lo entendían. A sus madres también todo lo que sea su niño, o sea Romero, Santisteban y yo, todo les parece poco. A una madre, no hay quien se la quite uno de encima ni un minuto. No puedes dejarlas solas del todo. Anda que si no fuera por los hijos, ¿con qué iban a entretenerse y olvidar todos esos problemas suyos tan grandes que les ponen cara de albóndiga? Pues anda que no es trabajazo ser hijo. ¡Huy! Casi caigo en el pozo ciego. Si es que te despistas. A ver, concéntrate.

     ¡Ya se ve el castillo en la montaña, y llevo treinta segundos! Tengo que concentrarme. A ver si hoy bato mi propia marca. Si cojo este sendero, es muy probable que me asalte el jefe de los forajidos. Escalar, la montaña está sembrada de minas. No, pincho en la catapulta. ¡Salvado el foso de los caimanes! Estoy en una almena. Menos de 15 segundos y bato la marca de los 47.

     Papá y mamá están muy callados. Eso es preocupante. ¿Habrá llegado la factura del teléfono o la del agua o la de la luz o la de la hipoteca o la de la enciclopedia?, ¿la del coche?, ¿la del cole? Mira que si es la del ordenador...
     Al entrar en la antecámara, ha explotado un misil, suerte que he tenido reflejos y me he echado a un lado de la pantalla a tiempo, al osito ha pasado casi rozándolo. Concentración. 33 segundos. Hay que encontrar el símbolo del tesoro en los dibujos de las paredes de la cámara. Tengo que tener cuidado. Si pincho donde no es, activaré el dispositivo autodestrucción y la partida habrá terminado. Y el osito no deja de llevarse las manos a la cabeza como cuando papá cruza en rojo porque tiene muchísima prisa y los coches casi nos pillan pero logra cruzar a la otra acera. ¡Para ya, bobo! ¡Que no tenemos tiempo! 34 segundos. ¡No! ¡Uf! Menos mal. Ha habido suerte, has pinchado con el ratón sin pensar. No era el tesoro, pero tampoco... Piensa.
     -Fermín... ¡Fermín!
     -¡Un momento, mamá!- 35 segundos.
     -Ni un momento ni una puñeta, que está puesta la mesa.
   -Ya termino- ¡Los forajidos han llegado a la antecámara! Tengo que descubrir el símbolo del tesoro antes de que nos descubran. 36 segundos.
     -¡¡Fermín...!!
     -Ya...
     -Como me hagas ir para allá, del guantazo que te meto te van a salir dos caños de sangre.
     -(37 segundos) ¡Ahora mismo!
   -¿Yo soy aquí una mierda o qué? ¡Te he dicho que a la mesa! ¿O prefieres que vaya yo para allá?
     -En seguida, mamá- 39 segundos. ¡El símbolo!
     -¡En seguida es "ya"!
     -(40 segundos) ¡¡Mamá!! ¿Qué le ha pasado a la luz? Me he quedado sin pantalla.
    -Y sin otras cosas te vas a quedar como no vengas ahora mismo. ¡Vamos ya!, que vuelva a conectar el diferencial otra vez.
     -Pero...
     -Ni pero ni pera. A la mesa, ¿o te parto la cara?


Septiembre, 1993     


martes, 8 de julio de 2014

Yo, Jesús Taboada. Presentación.

   
   Nací en Granada
   Lo que no es decir nada. Hay tantas Granadas como ojos que la miran o mentes que la sueñan.


Huerta de las Almenillas (Granada)

   Mis ojos se abrieron por primera vez a una exuberante vega tendida a los pies de montes imponentes, a menudo cubiertos de nieve. Mis ojos aprendieron a mirar a la altura de las hierbas anónimas y de las cañas de maíz o de la flor de la patata, aprendieron a mirar las manos encallecidas de los hombres y mujeres que trabajaban aquellas tierras y la mano tenaz que acaricia cuando inculca el primer paso, aprendieron a alzar la vista a alturas distantes y a la luz que en sus cumbres se refleja, a apreciar la paciente lentitud del gusano y la indolente autarquía del gato.
   Mis oídos aprendieron a escuchar el correr de las acequias y el impenetrable mugir de los animales de granja. Mi nariz, a reconocer el áspero aroma de los secaderos de tabaco y la mística fragancia de las celindas y alhelíes.
   
   La voracidad especulativa se cebó con aquella vega, hasta dejarla acorralada por el cemento y reducida a una presencia testimonial. La huerta donde nací pereció bajo cuatro bloques de pisos, mal diseñados y peor construidos, siendo yo todavía un niño. Nos mudamos "al centro". Habíamos cambiado de estatus, aparentemente y no tan aparentemente, aunque apenas nos habíamos movido unos seiscientos metros.

Torre de la Catedral en Ferias (Granada)
  
   Nací un 13 de mayo
  (por cierto, fue viernes)

   Desde que tengo memoria, y hasta bien entrada ya la adolescencia, cada aniversario me era recordado y celebrado con una cancioncilla religiosa bien popular entonces, la misma que tararea el repique de campanas de la basílica de la Virgen de las Angustias:

El trece de mayo
la Virgen María
bajó de los cielos
a Cova de Iría.
   
   Hoy felizmente la sociedad se ha secularizado, un poco, sólo un poquito y como a regañadientes, y la mayoría desconoce esa canción. Ahora me veo en la coyuntura de tener que poner cara de telediario ante el archiconocido Cumpleaños feliz. No sé qué es peor.

   Viví el infierno de una niñez y una adolescencia sometidas a la arbitrariedad y el oscurantismo de una educación católica. Me costó luego desprenderme de las lacras y la irracionalidad con que habían enturbiado mi visión del mundo y de mí mismo. Tuve que volver a aprender el sentido primigenio de las palabras. Tuve que volver a aprender los fundamentos de una dignidad personal que la moral coercitiva de las sotanas había intentado castrar. Tuve que volver a aprender a leer la realidad, despojándola de dudosos y venales  trascendentalismos de ultratumba.

   Descubrí desde bien pronto, con el fervor del enamorado, la poesía, el teatro, el cine, la civilización griega; no tanto a través de los canales educativos, cuanto desde el impulso vital de que me había dotado el contacto primigenio con la tierra y con la luz que cada día desciende de alturas nevadas.

   Me hice profesor de griego antiguo cuando todavía me esforzaba en arrancarles la máscara a mis demonios interiores. Durante cuatro años, a la espera de poder acceder a una plaza en Granada, impartí clases en el instituto de Adra, en Almería.

Puerto de Adra (Almería)
   La elección de Adra como destino laboral fue el resultado de una afortunada serie de malentendidos. 
   Entre las diferentes opciones que se me ofrecían, sólo tenía alguna referencia sobre dicho pueblo y ésta a través de dos conductos: una de mis tías era oriunda de allí y por ella sabía que se trataba de algún lugar junto al mar; por otro lado, mis padres tuvieron durante años un puesto de frutas y hortalizas en Mercagranada, donde también yo eché una mano con relativa frecuencia y allí pude comprobar que habichuelas, berenjenas, tomates procedían precisamente de aquel pueblo. Mi conclusión fue tan ejemplar como errónea: Adra debía de ser un vergel  junto al mar.
   Y me encontré un mar de plásticos sobre una tierra requemada.

   Allí aprendí esa fascinante tarea que es enseñar, sus complejidades y sus dones. Allí aprendí a desnudarme de los fatuos oropeles de la adolescencia. Aprendí a amar la belleza esencial del desierto.

   La felicidad, sin embargo, además de compleja es estanca y onanista, termina obstruyendo las vías de comunicación con cualquier otra realidad.

La Casa de Campo en otoño (Madrid)

   Mi afán de desarrollo personal me llevó a Madrid; en principio, para unos pocos años, el tiempo preciso de satisfacer otra antigua pasión: el cine y el teatro.
   Así, en cierta academia madrileña algo puntera por aquel entonces, me formé en interpretación escénica y cámara de cine, estudios que completé con otros cursillos de guión cinematográfico.
   Luego me fui enredando en otras actividades y, sobre todo, relaciones personales que me iban reteniendo y postergando el pretendido retorno a Granada.
   Vine a Madrid con un propósito muy concreto y por un tiempo más o menos breve. Pero los años fueron pasando y, más de veinte después, aquí sigo.

   En cierto momento, la vida me deparó uno de esos encuentros prodigiosos, fundamentales. Hasta entonces, todo mi conocimiento y pasión por la civilización griega se detenía como mucho en los filólogos bizantinos, salvando algún que otro nombre muy puntual, como el del gran Konstantino Kavafis.

   En Madrid tuve la inmensa suerte de estudiar griego moderno con una mujer maravillosa que, como supremo don de amistad, me brindó su inmensa pasión por la voz de Seferis, de Elytis, de Ritsos, por la voz de Jatzidakis, Markópoulos, Theodorakis, por la voz de Monastiraki, Exarjia, Sunion... 
   
Crepúsculo en Cabo Sunion (Grecia)
   El acceso a la lengua griega moderna, a su cultura tetramilenaria y siempre viva, a su realidad histórica, a sus paisajes y sus gentes, ha terminado de hacer de Grecia mi segunda naturaleza, mi patria espiritual.



   Entre tanto, nunca he dejado de escrutar la realidad a través de las palabras, las palabras que, citándome a mí mismo, son herencia y son destino. Nunca he dejado de buscar en las palabras el sentido de una dignidad y una responsabilidad libres y solidarias.

11 junio 2011 (Madrid)

   La realidad contemporánea, dura y compleja como es, está despojando a las palabras de las máscaras con que la historia más reciente las había adulterado. No es un proceso fácil, porque las palabras crean la realidad y la realidad tiende a perpetuarse con todas sus energías, que son muchas.
   El lastre del inmovilismo es mucho más poderoso que la voluntad de transformación, pero las palabras conservan, bajo su cáscara, su potencial creativo: aquel Hágase la luz que puede ser el comienzo de todo.
   Con el 15M, hemos aprendido a sacar el monólogo individual de su impotencia para integrarlo en el diálogo de la plaza pública. La palabra "política" comienza a recuperar su sentido originario, sin trampantojos. Así nació en Grecia la democracia. No fue un regalo de los poderosos, fue un proceso continuamente renovado de empoderamiento general, con sus titubeos y sus insuficiencias.

   A partir de ese diálogo con el río de Heráclito y con los fotogramas trucados de las emociones y los afectos, he ido escribiendo unos cuantos poemas, alguna novela, cierta obra de teatro, artículos filológicos. He publicado alguna cosilla. He sido premiado en alguna que otra ocasión. Pero el premio del que me siento más orgulloso son todas las personas que he ido conociendo y que siempre me han enriquecido con su afecto.

   Por todas ellas, sobre todo, hoy me decido a abrir este blog con la intención de que sea un jardín abierto para muchos, en el que confluyan el jardín de Epicuro y los efímeros jardines de Afrodita, un jardín de encuentro.