"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

lunes, 17 de noviembre de 2014

¿HIPOCRESÍA? ¿BUROCRACIA? ¿EDUCACIÓN?


     Como cada año al inicio de curso, he tenido que confeccionar la programación anual de la asignatura de griego para mi centro de trabajo. En ella, junto a los datos técnicos sobre el temario, la temporalización, la metodología didáctica, los criterios de calificación, etc. etc.; encabeza el documento un apartado de importancia capital. Se trata de los OBJETIVOS. Ellos serán la hoja de ruta de ese apasionante diálogo en el aula entre el profesor y los alumnos, marcarán o deberían marcar el rumbo de la propia asignatura. Y, sin embargo, dicho rumbo a veces nos enfrenta a escollos difíciles de salvar con auténtica franqueza y honestidad.


     Entre dichos objetivos, publicados en el abstruso lenguaje de todo Boletín Oficial, algunos de ellos se desnudan formalmente de tecnicismos para proclamar un europeísmo idealizado. Cito textualmente:
     "La materia de Griego en el Bachillerato aporta las bases lingüísticas y culturales precisas para entender aspectos esenciales de la civilización occidental, como resultado de una larga tradición grecorromana".
     Su estudio debe tender a inculcar en los alumnos "el ejercicio de la ciudadanía democrática, desde una perspectiva global; y adquirir una conciencia cívica responsable, inspirada por los valores de la Constitución española, así como por los derechos humanos, que fomente la corresponsabilidad en la construcción de una sociedad justa y equitativa".
     A través del estudio de la lengua griega, mis alumnos han de imbuirse de aquel ideal humanístico que, allá por el siglo XIV, tomó el relevo a la antigüedad clásica y ha venido inspirando los valores más auténticos de la civilización occidental, de los que tan frecuentemente hacemos gala en Ateneos y Foros institucionales, y tan frecuentemente desmentidos por la realidad histórica. Valores como la igualdad, la equidad, la libertad, la democracia, el respeto a todo ser humano, la cooperación, la hospitalidad.

     Alentado por dichos objetivos, me presento en el aula, en ese complejo alambique de las naturales tensiones entre la adolescencia inquieta y la reflexión didáctica. Me dispongo a hablar del sagrado sentido de la hospitalidad en la Grecia antigua. La escena que le servirá de comentario pertenece a La Ilíada homérica.
     En el transcurso de una de tantas batallas durante los diez años que duró la guerra de Troya, se enfrentan en pleno campo Diomedes y Glauco, griego el uno y el otro troyano. En medio del fragor de las armas, de los gritos de la pelea, de la sangre derramada, en medio de la tremenda crueldad del dios de la guerra,siguiendo los códigos de honor nobiliarios, Diomedes, espada ya en alto, pregunta a Glauco por su linaje y éste le responde. De ese modo, ambos se descubren hermanados por un antiguo pacto de hospitalidad intercambiado por sus respectivos progenitores. En medio de aquel escenario de muerte y destrucción, renuevan aquellos votos fraternales e invocan a la propia naturaleza mortal de todos los seres vivos con una hermosísima metáfora que acabaría convirtiéndose en lugar común: "Como las generaciones de las hojas, así también las de los hombres".
     El abrazo que rubrica esa hermandad de destino que nos define y nos iguala se ha convertido en uno de los valores incontestables de nuestra civilización occidental. Es un desafío a la irracionalidad predatoria, un ideal de concordia, de humanidad, de hospitalidad.
     Reviviremos en clase ese sentimiento de que todos, como las hojas de los árboles, estamos abocados a la muerte pero también al reverdecer de la vida, cada primavera. Y es esa naturaleza común la que debería hacernos derribar fronteras, desigualdades, racismos, discriminaciones, xenofobias.
     Pero las noticias de los periódicos hablan un lenguaje muy diferente.

campo de golf ante la valla fronteriza en Melilla.
Foto: José Palazón / Prodein,
aparecida en El diario.es el 23-10-2014

     El pasado mes de octubre, el Consejo Europeo puso en marcha en la vieja Europa un operativo policial coordinado contra la población migrante, en clara vulneración del artículo 9 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. La justificación de estas redadas racistas es la realización de un estudio sobre migración ilegal, sus rutas y sus mafias, para combatirlas. El operativo, irónicamente nombrado con palabras tomadas del clásico latín, Mos Maiorum, alentará la xenofobia y el racismo que lentamente va abriéndose paso al socaire de la actual crisis económica y social.
     Nos enteramos de que estas operaciones racistas vienen sucediéndose desde hace unos años en la curtida Europa del euro, la misma que infla sus arcas de divisas gracias a los escenarios turísticos de su propio pasado.
     En sus museos, Glauco y Diomedes vuelven a preguntarse cada día sus respectivos nombres, con las consecuencias ya conocidas. Pero no podemos oírlos. Como protección contra el deterioro, están encerrados en una urna hermética.

     No hace mucho que España, tierra de iberos, de fenicios, de griegos, de romanos, de visigodos, de árabes, alzó en su frontera sur vallas defensivas contra el otro. El trato al vecino no ha sido desde entonces precisamente exquisito ni generoso, sobre todo con el necesitado. Como gesto de bienvenida, no nos hemos detenido a preguntarle su nombre, sólo su documentación. En medio de la paz, Diomedes deja de preguntar su nombre a Glauco y entabla una guerra. La aristocrática legalidad lo ampara.
     Sin embargo, y a pesar de la dudosa legalidad, violencia tan explícita contradice el espíritu de esa escena homérica, elevada al rango de cultura patrimonial. Y el Comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa nos da un tironcillo de orejas. Nada grave. Podemos seguir hospedando al vecino que irrumpe en nuestra casa en alguno de esos humanitarios Centros de Internamiento de Extranjeros, antes de costearle un traslado cómodo de nuevo a su lugar de origen. 

La valla de Melilla.
Foto: Robert Bonet,
aparecida en El diario.es el 16-10-2014

     De nuevo en el aula, ante personas que también han leído las noticias de los periódicos o han oído hablar de ellas en Facebook o en Twitter, personas que en su fogosa adolescencia son interrogantes vivos ante la compleja realidad del ser humano; ante mis alumnos, me vienen a la memoria los objetivos de mi presencia allí: "inculcar el ejercicio de la ciudadanía democrática, desde una perspectiva global; y adquirir una conciencia cívica responsable, inspirada por los valores de la Constitución española, así como por los derechos humanos, que fomente la corresponsabilidad en la construcción de una sociedad justa y equitativa." El subrayado lo pone mi propia mente.

     El mismo gobierno que me dicta esos valores como objetivo es el que, al mismo tiempo, dicta la orden de impedir la entrada al vecino por procedimientos expeditivos. Esa identidad de sujeto ¿convierte en mera burocracia administrativa la redacción de aquella programación por la que debe guiarse mi tarea docente? Sería desalentador.
     No puedo creer que se trate de un simple ejercicio de hipocresía, no debo creerlo.

     Curiosamente, la palabra "hipócrita" es palabra griega. Con ella se designaba a los actores en la antigua Atenas democrática. Significa "el que se esconde por debajo"; o sea, el que se esconde bajo la máscara, ya que los antiguos actores griegos interpretaban sus papeles siempre con la máscara propia de su personaje. Evidentemente, "hipócrita" no era entonces un término despectivo. ¿Cómo ha llegado a serlo?
     La máscara del actor, además de proporcionarle una pequeña bocina con la que proyectar su voz mucho más lejos, anulaba los rasgos individuales de su persona, borraba lo particular del individuo, para expresar lo general, para hacerse voz de esa comunidad democrática. La máscara actual se ha cerrado sobre sí misma. Ya no sirve de megáfono público, sino de pantalla para proteger lo particular en su feroz individualismo. Son las leyes del mercado.

     Entonces pienso que, en ese sentido antiguo de la palabra, sí que puedo ser un perfecto hipócrita, portavoz o megáfono, no adoctrinando, sino permitiendo que mis alumnos se asomen a través de mí a aquel mensaje de Homero y vuelvan con esa imagen en la retina a su realidad cotidiana.
     Glauco y Diomedes sellaron sus respectivos dones de hospitalidad reconociéndose hermanos en una naturaleza mortal compartida, y ello en medio de una sangrienta carnicería ante los muros de Troya. El aula no es una torre de marfil, no debe serlo. Es un microcosmos dentro de ese macrocosmos general en el que mis alumnos y yo hemos desayunado con las noticias de los periódicos antes de venir al instituto. Un microcosmos en el que, igual que Glauco y Diomedes, podemos renovar los votos por una sociedad más justa, más equitativa, más humanitaria.
     Y hacerlo con las primitivas palabras griegas.

Puerta de los Leones,
entrada al recinto fortificado de Micenas