"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

miércoles, 2 de diciembre de 2015

REFLEJOS (galería fotográfica)





En el reflejo del estanque, aquello que el ojo ve se mira en mí.







¿Quién es ése que desde el espejo me observa?







Lo que en el mundo son individualidades separadas
en el reflejo del agua adquiere la armonía esencial de la música.







Todo poema es reflejo invertido del universo
en la superficie transparente de las palabras.















El reflejo de un árbol en la superficie cambiante del agua
desvela aquello que sigue siendo árbol
a pesar de la naturaleza cambiante de todo ser vivo.















El agua en sí es incolora, inodora e insípida.
Pero cuando la luz la toca,
tiene la capacidad de hacerse reflejo vivo
de la totalidad del universo.







La luz directa ciega.
La que se refleja en la superficie del agua nos descubre
la naturaleza impalpable y fugaz de lo existente.







La amistad nos transparenta,
de modo que el reflejo del amigo en ése que soy
y yo mismo
podamos formar una realidad única e irrepetible.







Me busco en tus ojos,
los míos propios me apartan de mí.







Como ondas concéntricas en el agua,
nuestros actos repercuten siempre
en nuestro entorno, transformándolo.
Cuidemos la belleza y la bondad de nuestros propósitos.







Todo artista necesita una cierta dosis de narcisismo
para atreverse a romper la costra que a todos
ante los demás nos envuelve.
Pero no un narcisismo tan acusado
que éste impida ver bajo su propio reflejo
la imagen latente del mundo que compartimos.










Fotografías realizadas en una reciente visita a los jardines de El Capricho, un gran desconocido del ocio madrileño. Absolutamente recomendable.


jueves, 12 de noviembre de 2015

RABO DE TORO, o ternera (recetas)


RABO DE TORO
(O TERNERA)


     Lo prometido es deuda.

     El pasado 16 de octubre, presentaba en La Casa del Libro de Madrid mi último libro publicado, Tarde de toros (jolgorio pánico-musical en busca de música), una obra de teatro que toma la "fiesta nacional" como excusa para hacer una radiografía esperpéntica y sarcástica de la España más negra, la España de Goya y Valle Inclán, la eterna España de la intolerancia y los autos de fe, la España del egoísmo cainita, orgullosa de sus propias miserias, una España de la que todos terminamos siendo víctimas y cómplices.

Presentación en Madrid de
Tarde de toros,
con Miguel Ángel de Rus (escritor y editor),
Anabel Maurín (Actriz) y Francisco Legaz (escritor). 

     Personalmente, me repugna cualquier forma de crueldad contra cualquier ser vivo, máxime la que se enmascara bajo formas más o menos artísticas o folclóricas.
     Siento que cualquier acto de violencia devuelve al ser humano a etapas anteriores a las de aquel homínido amedrentado al fondo de las cavernas.

     La vida se nutre de sí misma, es cierto. La necesidad de comer le es inherente a todo ser vivo.
     No sólo el individuo ha de ingerir a otros seres vivos para su subsistencia, sino que la vida misma necesita esa fagocitación de sus propias criaturas para mantener el frágil equilibrio ecológico.
    Pero nada más contrario a la vida que la crueldad gratuita.
   Lo único que distingue al ser humano del resto de seres vivos es su capacidad racional para intentar satisfacer dicha necesidad causando el menor sufrimiento posible.
  Lamentablemente, este postulado choca frontalmente con los presupuestos de toda sociedad capitalista, llegando a lo aberrante con el neoliberalismo depredador y suicida que asola al planeta.

     La tauromaquia no persigue satisfacer nuestra necesidad alimenticia sino como residuo colateral, como aliciente mercantil tras las oportunas ferias.
  El "arte del toreo" es principalmente un ejercicio de poder, una demostración de superioridad no sólo de una especie animal sobre especie animal, sino también del individuo heroico sobre la tribu que lo vitorea.
     Aun en el caso de que una plaza de toros fuera en realidad un matadero embellecido, hacer alarde y fiesta de la violencia inherente, aunque se revista de luces y clarines y se arrope en capote guarda y oro, degrada ominosamente no sólo a quien la ejecuta sino también a quien como espectador alienta el crimen desde las gradas.

     Es por ello que Tarde de toros, obra absurda como absurda e irracional es la sociedad que analiza, comienza con una carcajada que de repente acaba convirtiéndose en una mueca trágica.


     Durante su presentación en La Casa del Libro, me comprometí ante tan calurosa asistencia a compartir en este Jardín de Encuentro alguna receta del españolísimo rabo de toro. Y a ello voy.

     La más popular es el famoso rabo de toro a la cordobesa. No obstante, aun reconociendo sus excelencias, no sería la escogida por mí.
   Dicha receta aparece versionada en la propia obra, en forma estrófica, jugando desvergonzadamente con el doble sentido de la palabra. Por lo cual me excuso aquí de repetirla, y reproduzco el fragmento en cuestión:

"El riquísimo rabo de toro a la cordobesa.

En un perolón al fuego,
bien limpio toíto el rabo,
¡mare mía, que entra y entra!
¡Ay, mare, que ya va entrando!
A medio gas en la mecha,
que me entra a cámara lenta
más limpio que el tafetán.

Y a la candela, a la candela,
el rabo se va mareando.

Y a la candela, a la candela,
qué rabo se van a jalar.

Sobre un lecho encebollado,
el rabo que se entromete,
que se mete y se remete
con su pizca de azafrán.
Y en las esquinas, flotantes,
las bolitas de guisantes.
¡Jesús, qué barbaridad!

Con su sal y con su pimienta
hervía la olla cantando:

Y a la candela, a la candela,
el rabo se va meneando.

Y a la candela, a la candela,
me tengo ya que destapar.

Y a la candela, a la candela,
el rabito burbujeando.

Y a la candela, a la candela,
sin dejarlo de menear.

Torero el ajo y muy pijo
al rojo tomate dijo:
Que me majan, que me mojas,
que me pones como un flan.
Retollúa y pizpireta
la zanahoria se aprieta.
Qué blandita he de quedar.

¡Ay!, el rabo cómo se mueve,
se remueve hasta rehogarlo.

Más ancha y más pancha que un nueve,
rebullía la olla cantando:

Y a la candela, a la candela,
¡cómo se está poniendo el rabo!

Y a la candela, a la candela,
me voy a rechupetear.

En lo hondo de la perola,
que le echen, que le echen
moriles, que lo emborrachen.
¡El rabo qué rico está!
Con sus papas a los lados,
¡ay, cómo reluce el rabo!
Que me voy a desmayar.

Y a la candela, a la candela,
que no se nos derrame el caldo.

Y a la candela, a la candela,
que lo dejen ya reposar.

Y a la candela, a la candela,
quien nunca haya comío rabo,

y a la candela, a la candela,
no sabe bien lo que es jalar.

Con alumnas de Artes Escénicas del IES Isabel la Católica,
quienes nos regalaron una excelente lectura dramatizada de algunos fragmentos.


     Explico a continuación dos de mis recetas favoritas para el rabo de toro, una de ellas relativamente suave, para estómagos delicados, y otra de sabor más potente, ambas realmente exquisitas a mi humilde paladar.
     Dada la dificultad de encontrar en cualquier época del año la materia prima, perfectamente pueden cocinarse ambas con rabos de ternera, teniendo en cuenta que esta carne es más tierna, por lo que requiere menos tiempo de cocción. Los tiempos aquí indicados, siempre orientativos, se refieren más bien al rabo de ternera.

     Desde ya, pido disculpas por la baja calidad de las fotografías.


RABO DE TORO CON PIMIENTOS


Ingredientes (para 6 u 8 raciones)
  • Rabo de toro, o ternera (2 k.).
  • Pimientos rojos de asar (2).
  • Pimientos secos dulces (2).
  • Tomates (4).
  • Ajos (4 dientes).
  • Laurel (4 hojas).
  • Azafrán.
  • Aceite de oliva (medio vaso).
  • Vino blanco semidulce (1/2 litro).
  • Pan (4 rebanadas)
     Ponemos a calentar en una sartén medio vaso de aceite. Cuando esté a punto, vamos friendo a fuego fuerte los trozos de rabo previamente salados, de dos en dos o de tres en tres, no más, por ambos lados, unos tres minutos por cada lado. Los vamos apartando en un recipiente sobre papel cocina, para que absorba el aceite sobrante.



     Ya en la olla, echamos a los rabos unas hojas de laurel, 1/4 de litro de vino blanco y agua hasta cubrirlos. Dejamos a fuego fuerte hasta que arranque a hervir. Si se hacen en olla exprés, bajamos a fuego medio, cerramos la pata con la válvula y, desde que empiece a silbar, dejamos cociendo una hora aproximadamente. Si se hace en olla normal, el tiempo de cocción será unas tres horas, siempre a fuego medio, pero sin tapadera.
     Entretanto, sofreímos en medio dedo de aceite dos pimientos secos dulces sin sus pepitas, a fuego muy suave (ya que los azúcares de la piel del pimiento hacen que amargue si se tuesta demasiado), volviéndolo continuamente sobre ambas caras, hasta que tenga un intenso color granate pero sin llegar a ennegrecer. Los apartamos al vaso de la batidora.
     En ese mismo aceite, freímos cuatro rebanadas de pan, hasta dorarlas por ambas caras, y las apartamos también junto con los pimientos secos.
     Colamos dicho aceite y, de nuevo en la sartén, sofreímos dos pimientos rojos de asar cortados en tiras pequeñas, a fuego medio, removiendo de ver en cuando. A medio freír, aproximadamente unos 15 minutos, añadimos unas hebras de azafrán, cuatro dientes de ajo enteros pelados, y cuatro tomates rallados. Sofreímos otros 10 minutos, removiendo igualmente. Añadimos entonces el 1/4 de litro de vino blanco restante y dejamos cocer a fuego vivo unos 5 minutos.
     Apartamos el sofrito al vaso de la batidora, junto con los pimientos secos y el pan frito, y lo trituramos todo bien. Reservamos.


     Terminado el tiempo de cocción, abrimos la olla y comprobamos si la carne está tierna, pinchándola con un tenedor o un pincho. Si no es así, la dejamos cocer un cuarto de hora más, ahora destapada, siempre a fuego medio. Vertemos entonces el sofrito y removemos cuidadosamente. Probamos de sal y rectificamos si es preciso. Dejamos hervir a fuego suave unos 20 minutos, moviendo para que no se pegue, pero con cuidado de no desmenuzar los trozos de rabo.
     Pasado este tiempo, sacamos los trozos de rabo y dejamos reducir la salsa a fuego medio, removiendo de vez en cuando. Si se la quiere más espesa, pueden añadírsele unas cucharaditas de maizena o, mi opción favorita, de harina tostada (en una sartén, sin aceite, removiendo continuamente para que se dore uniformemente y adquiera un ligero color a mantecado) disueltas en un poco de agua fría.
     Añadimos finalmente los trozos de rabo y damos un último hervor, removiendo con sumo cuidado.
     Para servir el plato, los rabos pueden acompañarse con patatas fritas o con arroz hervido. Siempre se agradece el contraste con unos trozos de lechuga fresca.




RABO DE TORO AL VINO TINTO

     Una exquisita y muy sabrosa recete que debo agradecer a mis amigas de Plasencia.


Ingredientes (para 6 u 8 raciones)

  • Rabo de toro, o ternera (2 k.).
  • Puerros (3).
  • Cebollas (3).
  • Tomates (2).
  • Ajos (4 dientes).
  • Comino molido (una cucharadita).
  • Clavo molido (una cucharadita).
  • Tomillo (1 ramillete).
  • Canela (1 rama).
  • Laurel (6 hojas).
  • Aceite de oliva (medio vaso).
  • Vino tinto (3/4 litro).
  • Coñac (1 copa).

     En primer lugar, freímos a fuego vivo los trozos de rabo igual que en la receta anterior, y los vamos apartando, previamente pasados por un papel absorbente.


     A continuación, sofreímos en un fondo de aceite, a fuego suave, los puerros cortados en finas rodajas, las cebollas picadas en cuadraditos pequeños, los dientes de ajo pelados y enteros, y los tomates rallados.


     Ponemos en la olla los trozos de rabo, el comino, el clavo, las hojas de laurel, la rama de canela y el ramillete de tomillo, previamente atado. Salpimentamos. Cubrimos con el sofrito y regamos con el vino y el coñac. Si es necesario, añadimos agua hasta cubrir la carne.


     Con la olla destapada, dejamos hervir a fuego medio unos diez minutos, para que evapore el alcohol. Tapamos entonces la olla exprés, si es que nos decidimos por esta opción. El tiempo de cocción para esta receta es el mismo que el de la anterior.
     Una vez tierna la carne, sacamos los trozos de rabo, apartamos las hojas de laurel, la rama de canela y el ramillete de tomillo. Y pasamos el resto del contenido de la olla por el pasapuré.


     Reducimos la salsa a fuego medio hasta obtener el espesor apetecido y volvemos a incorporar la carne. Damos un hervor a fuego muy suave, unos diez minutos, removiendo con cuidado para que no se pegue ni se desmenuce.
     Podemos servirla igualmente acompañada de patatas fritas o un arroz basmati hervido.


     Buen provecho.

martes, 20 de octubre de 2015

LA LIBERTAD Y LAS CORREAS


LA LIBERTAD Y LAS CORREAS

     El pasado fin de semana estuve con un grupo de amigos en la sierra madrileña.
     El otoño desgarró los nubarrones, avivando una armoniosa gama cromática de verdes cenicientos y cobrizos, amarillos desvaídos o acristalados, suaves anaranjados, fogonazos sanguíneos y carmín, velados todos por la brillante humedad del aire. Un festín para los sentidos pasear por aquellos caminos alfombrados de hojarasca, respirando el aroma ligeramente áspero y tonificante del tomillo maduro y de los frutos del otoño.

     Durante uno de los paseos, fui testigo de una situación de la que no pude dejar de hacer una lectura en clave política, como terrible metáfora de nuestra condición social.


     Con nosotros, disfrutaban las gracias de la naturaleza dos perros juguetones. Mi ignorancia en la materia me impide informar de sus características raciales.
     Correteaban entre los peñascos. Atrapaban pequeños trofeos en forma de ramitas caídas. Se adentraban eufóricos en las frías aguas del embalse. Contendían en sus carreras, desfogando energía contenida y gozo de vivir.

     En determinado momento, la dueña de la perra tuvo que regresar anticipadamente. El animal, exultante en el disfrute de la propia libertad, ni lo advirtió. Sólo cuando nos dispusimos el resto a volver a casa, la perra sintió el abandono de su dueña y empezó a mostrar nerviosismo. Oteaba el entorno. Nos inspeccionaba a cada uno de nosotros. Respondía extrañamente reticente a nuestras muestras de afecto y seguridad.
     Sendero adelante, se debatía entre echar a correr a casa o acomodarse a nuestro paso moroso y secundar los juegos del otro perro, cuando no se rezagaba a la espera de una presencia que no llegaba.

     Al pasar cerca de la zona donde se suelen situar los pescadores, el dueño de este segundo perro le puso la correa. La perra entonces hizo aún más patente su nerviosismo, su inseguridad. Se nos adelantaba apenas, con el rabo caído, para recular inmediatamente y recorrernos uno por uno, como solicitando. El perro atado marchaba ufano, confiado. Ella, en cambio, manifestaba su desasosiego. Sólo cuando decidimos atar a los dos animales domésticos de la misma correa, la perra se tranquilizó y, hopeando ahora sí el rabo con evidente contento, continuó el resto del trayecto con trote firme y ligero, escoltando satisfecha nuestra comitiva informal, precedidos por dos hermosos animales encadenados a una misma correa.


     A menudo nos preguntamos cómo el votante mayoritario, a pesar de la situación de miseria económica y ética, de libertades restringidas y escandalosamente desiguales, a la que nos han llevado nuestros sucesivos gobernantes, se sigue sometiendo a la voluntad de líderes autócratas y los vuelve a votar una y otra vez, incondicionalmente.

     Los caminos de la libertad asustan, la inseguridad ante lo desconocido aterra, el miedo a lo diferente paraliza. Gustosamente nos sometemos a las cadenas de lo transitado y lo establecido, deponiendo voluntariamente la capacidad de administrar personalmente los caminos de la propia libertad. Qué reconfortante la seguridad de caminar dirigidos todos juntos por la correa de lo existente, renunciando a descubrir los ignotos senderos de lo posible.

jueves, 17 de septiembre de 2015

CERCANÍAS (relato)


     Recupero de nuevo un antiguo relato, si lejano en el tiempo, no tan alejado de la realidad contemporánea.

Cercanías. Madrid. 1989


CERCANÍAS

    
     Siempre corriendo, siempre corriendo. Has cogido el tren de chiripas, casi sin resuello, a pique de quedar atrapada entre las puertas del vagón, que ya se cerraban. Y si pierdes éste, entonces menuda faena. El siguiente no te permite hacer directamente transbordo con el de Villalba, que ése sí que pasa con poca regularidad. No son diez minutos más, échale otra media hora por lo menos. La diferencia entre llegar tarde al trabajo o llegar a tiempo. No se puede vivir en un acelerón permanente, no hay cuerpo que lo resista. Algún día tendrás que pararte, ¿no?, aunque sea un poco. Tu madre decía que sólo los muertos se paran. ¿Es que no estamos como muertos? Todo el día corriendo como sonámbulos de casa al trabajo, del trabajo a casa, de obligación en obligación, sin un respiro. Hace que no te dedicas a ti misma un día para tus cosas, qué sé yo, una barbaridad. Si no se te apelotonaran las obligaciones y los compromisos y los problemas. O si el día tuviera unas cuantas horas más. Ya, pero si el día tuviera, qué digo yo, cinco o seis horas suplementarias, seguro que el supermercado se apropiaría de ellas para abrir más tiempo y retenerte tras el mostrador. Veces hay que ni me acuerdo ni de mi nombre. Sé que las compañeras van por ahí diciendo que soy una amargada. A ver, ¿cómo no amargarse con una vida que no es vida, sino una carrera de obstáculos? Ellas son jóvenes y tienen todavía toda la vida por delante. No tienen más preocupación que ir pasando la semana hasta que llegue el sábado por la noche y entonces pintarrajearse como monas para salir en busca de quien les caliente el golondrino, o a emborracharse. Si tuvieran hijos, como tú, eso es otro cantar. Los hijos te atan. Son una soga al cuello. Te dan satisfacciones, sí, el orgullo de ser madre, pero cuánto vale ese orgullo, a costa de todo lo demás. No, los hijos son un peso muerto. Los pares porque nadie te ha dicho lo contrario y todo el mundo te empuja a tenerlos, pero en cuanto los sueltas con la placenta colgando, hala, ahí los tienes, para que te los comas tú solita, apáñatelas como puedas. Y luego, a ser madre se aprende a calamonazos. Y nunca se aprende del todo, porque ellos aprenden más rápido que tú, que no tienes tiempo de aprender nada con ir del trabajo a casa y de casa al trabajo. Y, claro, luego van y te dan cien vueltas. ¿Quién es la guapa que les replica?, ¿con qué argumentos? Si se las saben todas. Y eso que mi Vane y mi Jeremy no me han salido demasiado díscolos. Sé que en el fondo me culpan de lo que pasó. Claro, él les consentía todos los caprichos. No estaba nunca cuando se lo necesitaba, y cuando estaba les dejaba que berrearan como el que oye llover o les daba la razón para quitárselos de encima. Yo soy la mala. Qué más quisiera yo que mi Vanesa tuviera de todo y fuera como la que más. Pero, a ver, hay cosas que son prioritarias y prioritario quiere decir que sí o sí, quieras que no tienes que afrontarlo, luego vendrá lo demás. ¿Que no veo yo que a la niña le haría falta un chándal nuevo? Pues claro que sí, y a mí un abrigo, que para los fríos que están haciendo el del mercadillo es como papel de fumar. Si fuera sólo el chándal. Pero es que la letra de la hipoteca está al caer, y este mes toca recibo del gas. Y el gasto de libros este curso ha sido para mearse y no echar gota. Me río yo de la educación gratuita. Pues anda que no te meten facturitas y recibitos bajo mano. Si pudiera comprarle el chándal en el mercadillo. Pero no, tiene que ser el que venden ellos, como los libros. Tampoco voy a meter a los probrecitos en el instituto, para que se me maleen con tanto inmigrante. Bastante tienen con vivir en el barrio en que viven, que antes no era así, era un barrio de obreros, pobre pero honrado, no lleno de panchitos. El Jeremy no sé yo, se me está juntando con unas compañías. Y eso que fui yo misma quien lo animaba a salir y buscarse amigos. Desde que pasó lo que pasó, el pobre quedó tan afectado. Su padre para él era Dios. Sí, menudo Dios, Dios del trueno en todo caso. Pero mi Jeremy lo idolatraba y lo imita en todo. Ha sido su modelo, hasta en la cabezonería, que se empeñó en no hablar cuando el suceso y se tiró año y pico sin decir ni mu. Y cuando habló, mejor que hubiera seguido mudo. Pero eso deben de ser cosas de la edad. Cuando pequeños, porque son pequeños y te necesitan para todo. Cuando van creciendo, porque están en una edad difícil y entonces todos sus problemas son tus problemas, aunque para ellos el problema eres tú. Tienes que estar pendiente de los hijos aunque ellos no quieran, porque ni ellos mismos saben lo que quieren. Una esclavitud. Esclava de los hijos, del trabajo, del banco, de hacienda, del seguro, esclava del monedero, de los trenes, todo el día corriendo, poniendo parches a una vida que hace aguas y te ahoga pero no puedes permitirte el lujo de dejarte ahogar. ¿Y quieren que no estés amargada? Que te digan cómo se hace eso. Ganas me dan a veces de coger el despertador y tirarlo por el balcón, ¡hala, a la puñetera calle!, y después engurruñirme bajo el edredón y no saber más del mundo ni de nadie, ni de mí misma. Ahí os quedáis todos. Olvidadme. ¡Ah, y las facturas os las metéis por donde os quepan! Y del puesto de pan del supermercado que se encargue quien se está enriqueciendo a nuestra costa. Si no fuera porque luego empiezan a llover las facturas y las necesidades y toda necesidad termina siempre siendo cosa de dineros. Maldito dinero y quien lo inventó. Ganas te dan de irte al Corte Inglés o a donde sea y, santas pascuas, coger lo que necesitas, el chándal para la Vane, la mochila del Jeremy, el carro de la compra, y salir tan campante. Quien roba a un ladrón... Pero es que soy una tonta y ni para robar sirvo, que para eso hay que valer. Mira los mayores mangantes dónde están, todos arriba, de jefes y presidentes de todo lo habido y por haber. Los demás, la gente corriente y moliente, corriendo para coger a tiempo el cercanías y que no te descuenten del sueldo el retraso. Y encima el Paco venga a llamar, día sí y el otro también. Y yo soy tonta, que lo escucho, lo escucho y me convence y me entra una pena cuando lo oigo llorar, porque yo nunca lo vi llorar mientras fue mi marido. Verlo así, tan derrotado, aunque sea tan hijoputa, eso no lo soporto, se me abren las carnes. Y es que él no es un hijoputa, me lo han hecho así. Él era, pues qué iba a ser, un hombre, como son los hombres. Si no se sienten el sostén del universo, pues se te derrumban y quien no había huevos en el mundo a rechistarle se te convierte en una piltrafa. Cuántos no están en el paro. Pero ¿él? ¿Él? Que sea la mujer la que traiga el dinero a casa, eso no hay hombre que lo sobrelleve sin desmoronarse y sacar a relucir el ogro que todos llevan dentro. Y tú ni puedes consolarlo, porque el consuelo es cosa de maricones y no de hombres hechos y derechos, ni tampoco puedes desentenderte de él, porque toda su inquina no saben dirigirla sino contra lo que tienen más a mano, o sea, tú. Tú, que te levantas antes que el sol para estar a tu hora al frente del despacho de pan y cuando vuelves a casa es para pringarte con las mil miliquinientas que tiene una casa, y no para encontrarte con tu hombre cruzado de brazos y cara de perro, emberrinchado con el mundo y contigo, un hombre que toda su vida no ha hecho más que dejarse el pellejo en ese taller de aceros, desde que era un chaval, y no sabe hacer otra cosa. Gastas toda tu energía y tu voluntad en levantar la empresa y, cuando la empresa decide que no le rindes lo suficiente, se busca las triquiñuelas para ponerte de patitas en la calle. Yo también tuve que ponerlo en la calle, más que nada por los niños. Llegó a darme miedo. Pero él no tenía la culpa, le habían cerrado todas las puertas. Era como un lobo acosado. Si alguien le hubiera dado una oportunidad. Pero, a ver, ¿quién va a contratar a un tío ya de cincuenta?, un hombre con más arrugas ya que sesera. ¿Y voy a darle yo un desplante y no escucharlo, cuando el pobre me llama para pedirme veinte euros con que aguantar una semana más?, aunque me engañe. Sé que me engaña y los veinte euros se los funde en el vicio de los que ya no tienen más que el vicio de malvivir. Pero se hace duro oír esa voz tan vencida y no recordar. Aunque no quiera, se le revuelven a una las entrañas. ¿Qué voy a hacer? Pues darle los veinte euros que no tengo y esperar a que todo esto explote un día y te lleve por delante y se acabaron las carreras y las preocupaciones y la angustia y Dios bendito. Si no fuera por mi Vane y mi Jeremy. Y no lloro porque Dios me dio este carácter, que ni una piedra aguanta lo que yo estoy aguantando.
     Joder con los pisotones. Es que no miran ni dónde ponen los pies. Entran en tromba y les importa un carajo si arramblan contigo. Cabemos todos en el vagón, apiñados pero cabemos. ¡Ay! Ahí está, puntual como un clavo. Me parece que me ha mirado de reojo. ¡Qué rico! No sé, me reconforta verlo. Me gustaría que de grande mi Jeremy fuera así, como ese hombre. No nos conocemos de nada, no sé nada de él, ni siquiera su nombre, ni a qué se dedica. Bueno, por el estuche en forma de violín, imagino que debe de ser algo de música. Llevamos qué sé yo cuántos meses coincidiendo casi todas las mañanas en el vagón, eso es todo. Pero no hay que hablar obligatoriamente para conocerse. Puedes conocer a alguien por sus gestos, por su mirada, por su forma de estar. Y éste se ve a mil leguas que es un caballero. Guapo no es que sea muy guapo, pero tiene un atractivo, no sé, como una bondad que no es normal en un hombre. Me gusta, no para hacer lo que una mujer hace con un hombre. Mirarlo simplemente me hace bien. Me alivia del peso de vivir. Como si ese hombre fuera, no sé, como una ventana abierta por la que tirar todos los trastos que te asfixias y poder respirar. No sé si llegaremos algún día incluso a saludarnos. Cuando nuestros ojos alguna vez se han cruzado, rápidamente los agacha o mira para otro lado. Debe de ser muy tímido. Eso me da todavía más ternura, me hace sentirme buena, me limpia de toda la porquería que el mundo me va echando encima. Ya no siento ese olor agrio de tanta humanidad apelotonada en el vagón, ni la incomodidad de las apreturas. No siento que los demás me estén invadiendo el espacio. Me hace salir de mí, de todo eso que me hierve en el pensamiento, y mirar. Miro a través de la ventanilla. Veo los claros del amanecer. Veo las chimeneas del polígono, altas como cuellos de jirafa, difuminadas en el despertar de la oscuridad. Veo la hilera de coches con los faros todavía encendidos, a todo lo largo de la carretera paralela a las vías del tren, como animales somnolientos en medio del atasco. Las palomas parecen, en el ceniza del cielo, como de algodón violeta. Las torretas eléctricas dibujan un encaje melancólico en la mudez del descampado. De alguna manera, el mundo parece entonces hasta hermoso. Un día no me bajaré de este tren. Llegará a la última estación y allí cogeré otro, vaya a donde vaya, y luego otro, y otro, así hasta que nada ni nadie me conozca ni yo conozca a nadie. Me apearé en lo desconocido y aprenderé a vivir de otra manera, a vivir de verdad. Algún día.

*     *     *

Descampado. Madrid. 1989

     No me importa tener que madrugar y coger cada mañana dos cercanías hasta Getafe y luego hacer el trayecto inverso. Prefiero dormir en casa, es más prudente. No sé por qué Nacho no puede entenderlo. Vaya bronca que se cogió ayer. Pero no tiene razón. No se trata de armarios ni de banderas, se trata de que la sociedad es así y, si quieres vivir en ella, tienes que amoldarte a sus reglas. Aunque no las compartas, Nacho. Las pataletas son cosa de críos. Desahogan, pero no resuelven nada. Si hoy no sigues de morros, te daré algo muy muy personal, para demostrarte que eres lo más importante de mi vida. Pero no me pidas que actúe contra mí mismo y contra nuestra relación. Uno de los dos tiene que conservar la cabeza fría para no descarrilar en un mundo cortado según un único patrón. No me van los idealismos, calientan la mente pero dejan el cuerpo helado. ¡Qué impertinente es la gente! ¿No pueden meterse en sus asuntos y dejar al prójimo en paz? Todas las mañanas la misma historia. En cuanto subo al tren, ya tengo en frente a esa mujer devorándome con los ojos. No es normal. Apañada va si pretende ligar conmigo ese adefesio. Hay gente que no tiene ningún recato. Podría disimular, ¿no? Joder, casi me tira el violín con la mochila. ¿Y el empeño de Nacho en que deje el violín en su casa, para no tener que transportarlo cada día? Es que no escucha, está en su mundo ideal y cualquier cosa que le digas rebota contra su sensibilidad autosuficiente. Lo que me enamora en él es lo mismo que me saca de mis casillas. Sí, porque es adorable cuando estamos juntos en Madrid, pero allí en Getafe no podemos actuar igual, y eso él no lo entiende. No podemos bajar la guardia. ¿Y si alguien nos sorprende en una actitud ambigua, algún compañero del centro cultural, algún alumno, un padre, un vecino, y descubre nuestra relación? ¿Qué pensarían si alguien nos sorprendiera saliendo juntos de su casa? Hay que ser prudentes, Nacho. ¡Y no una fisgona como ésa! ¡Menudo descaro! Es irritante sentir cada día la presión de esa mirada sobre ti. ¿Qué busca? ¿Tengo monos en la cara? ¿Cómo se puede tener tan poca discreción? Puede que puntualmente me haya visto algún gesto involuntario o algo que me haya delatado. Hay gente que tiene como un radar para reconocer a un homosexual entre un millar, parece como que los huele. Y eso que a mí no se me nota casi nada. Procuro ser duro en los gestos, no relajarme. Pero así y todo. A lo mejor es una de ésas que, en cuanto descubren tu orientación, ya no pueden despegar los ojos de ti, como si fueras un ave exótica o un prodigio de la naturaleza. ¿Quiere espectáculo? Pues que se compre una tele. ¿Lo ves, Nacho? Esto es lo que intento evitar. No me gusta ser espectáculo de nadie. No quiero que tú y yo seamos espectáculo para los demás. Lo siento, no puedo besarte donde algún conocido pueda vernos. Me pone nervioso. En esas circunstancias no te estoy besando realmente, intranquilo e impaciente como me pone la situación. ¿No son suficientes las muestras mudas de amor y el éxtasis de esos breves momentos en que tú y yo nos fundimos en uno, pero lejos de la vista del mundo, aislados en nuestra mutua pasión, apartados de las miradas maliciosas de la gente? Pensé que, tras las vacaciones en Berlín, Nacho volvería más calmado, satisfecho. Pero ha sido justo lo contrario. Su insistencia en compartir casa se ha convertido en una obsesión. No hay forma de hacerle entender que esas dos semanas hemos vivido el paraíso, ha sido hermoso, muy hermoso, porque estábamos allí, donde no nos conoce nadie y cualquier sambenito que nos cuelguen no va a afectar a nuestra vida cotidiana. Y eso que nos quedamos de piedra cuando íbamos cogidos de la mano por Kurfürstendamm y escuchamos a una familia hablando español a nuestras espaldas. Yo fui a soltar tu mano, pero tú me la agarraste más fuerte. Allí no me importó. Me paré en silencio y te besé para que nos adelantaran sin descubrir que somos compatriotas, porque nunca se sabe. En Kurfürstendamm te amé, dejé mi mano cogida a la tuya y sellé con mis labios los tuyos hasta que la familia española se hubo alejado lo suficiente. Fuimos felices en Berlín. Aquí es distinto. No se puede estar siempre de vacaciones, las vacaciones son vacaciones precisamente porque suponen un paréntesis en tus obligaciones. No se pueden mezclar las vacaciones y la obligación. ¿Te piensas que no te quiero, Nacho? Después de ocho meses de repetírtelo a diario y a pesar de todas tus rarezas, eres lo más importante para mí. Pero ¿qué ocurriría si el padre o alguno de mis alumnos descubriera que soy homosexual?, ¿si se hiciera público? ¿Podría seguir rodeando con mis brazos los brazos de un alumno para mostrarle la posición correcta del arco y el instrumento? ¿Podría seguir haciéndolo con la misma naturalidad? ¿No verían en ese gesto completamente inocente intenciones ocultas? Imagínate, Nacho, que mis alumnos vieran en mí un mariquita. ¿Qué autoridad iba a tener sobre ellos? ¿Cómo iba a poder imponer orden en clase? ¿Crees tú que el ayuntamiento te renovaría el contrato como empleado de mantenimiento si supieran todos que eres el novio del profesor de violín?
     Carajo con el niño, ha entrado en el vagón como una exhalación para apoderarse del único asiento que había quedado libre. ¿No le han enseñado modales? Toda la gente mayor que hay de pie y él, en plena energía adolescente, repantigado como una marmota, invadiendo el asiento contiguo, despachurrando la cara contra el cristal. La verdad es que tiene un cuerpo hermoso, parece una estatua helenística, Si no fuera por el gesto que le agria la cara. La adolescencia es hermosa. Presuntuosa y boba, pero hermosa. Es energía buscando concretarse a sí misma en una forma, tanteando todas las formas del ser, cortejando el no ser en un acto de afirmación suicida. Luego viene lo difícil, Nacho, renunciar. Hacerse adulto y renunciar para preservar del desgaste exterior lo único que me importa, tú, Nacho, mi amor, mi vida.

*     *     *

Amanecer. Madrid. 1989

     Jodienda de viejos. ¿Qué les costaría? Se quitan unos cuantos sábados de salir al restaurante y me la compran a plazos. Tampoco les supondría tanto sacrificio. ¿No están siempre diciendo que soy su hijo? Pues que lo demuestren y se sacrifiquen. Yo no les pedí que me trajeran al mundo, Los dos se lo pasaron bien jodiendo, que apechuguen con las consecuencias. ¿No tienen un coche cada uno? ¿Por qué no puedo tener yo una moto? Muy sociatas, muy sociatas los viejos. Pues cojonudo, a socializar las máquinas. Coche y moto para todos. Éstos son sociatas de boquilla, de los de meter el voto en la urna y luego ejercer de déspotas en casa. Podrían vender uno de los coches y que vayan al trabajo en el mismo. Si lo están haciendo como castigo, me cago en todos sus muertos. No saben nada más que joder. Seguro que no me la compran para demostrar que ellos son los putos amos. La vieja se encabezonó en matricularme otra vez en el instituto. Pues que vaya ella al puto instituto, si tanto le gusta. Y el viejo, con la tabarra de siempre, si no quiere estudiar, que trabaje. Menudo muermo. Lo que pretende es desembarazarse de mí y ahorrarse el gasto. Pues va listo. Ellos decidieron traerme al mundo, no me consultaron. Se creen que con el talego que me dan a la semana ya han cumplido. Con eso no tengo ni para empezar. Tía, no empujes. No tiene bastante con su asiento, la gorda ésta. Ponte más ancha, anda, desparrámate más, jodida gorda. Espero que Félix me haya conseguido hoy una buena bola. El costo de la semana pasada era una puta mierda. Menos mal que luego los chavales no saben ni lo que compran. Si tuviera una moto, podría ir yo mismo al polígono a por mercancía. La Soni dice que es peligroso, pero ¿qué sabrá ella? Las tías no tienen neuronas, sólo son un agujero donde meterla. Y si encima de mujer tienes esa cara de alquitrán que repugna, entonces ni como agujero sirves. ¿De dónde habrá sacado esa túnica de colores tan chillones que hieren la vista? Para hacerse notar más, en vez de pasar desapercibida. Pues como se me acerque a venderme sus jodidas mierdas, le meto una somanta de palos que la pongo en su sitio. Qué asco me dan los negratas, y las negratas todavía más. ¿No pueden quedarse en su tierra y no venir aquí a joder la marrana? Este puto tren huele que apesta. Seguro que la negra esa hasta se ha colado sin pagar. Es que me inflan los cojones. ¿Tienen que venir a llevarse lo que es nuestro? Levantaba yo una alambrada con púas como navajas para que no se nos colaran esos putos rateros. Que su pudran todos en su jodido país. O que se maten entre ellos, que es lo único que saben hacer. Y a mí los viejos que me compren de una puta vez la moto, para no tener que aguantar más estos vagones infestados de gentuza. Menos mal que ya está aquí la siguiente parada y me piro.

*     *     *

Extrarradios. Madrid. 1992.

     Se está achicharrando el cielo. El cielo es el mismo aquí y en las desnudas sabanas de mi tierra. El sol es el mismo, achicharra el día, ciega el vagón en que vamos. Así empieza una vida. Rojo sangre, como una antorcha furiosa para desterrar las tinieblas. Ya no tengo miedo. Vi el horror. Atravesé el horror. No me asusta el desamparo de este desierto humano. Quien ha dejado de tener raíces no está desamparada, porque el fuego del sol cuando se enfría se hace piedra. Ni esas miradas de rechazo ni las de compasión ni las no miradas pueden hacer ya nada contra la dureza del diamante. El diamante dormía su ceniza apagada en las entrañas de mi tierra y se hizo cristal. Luego vinieron los crueles dioses blancos, obligándonos con sus rifles a arrancar de la tierra la pureza del diamante. Se llevaron los diamantes y dejaron los rifles. Dejaron la muerte a sus espaldas, la avaricia del poder y el fratricidio. Aquí como allí, el sol consume su violencia cárdena en el ascenso y el cielo de nuevo pálido hincha su buche de pelícano y aletea. El cielo de la sabana ignoraba la codicia que se había adueñado de la oscuridad. Este cielo enfermo ignora la oscuridad de esos rostros codiciosos de sí mismos, en el interior de un vagón. El cielo de la sabana me condujo a la barraca donde reuní a los más pequeños para limpiar de sus rostros y de su destino la ignorancia. El tren me lleva a un nuevo día. Fui feliz en el poblado más miserable, enseñando a niños que apenas si comían barro a decirse a sí mismos. Fui. Me hice a mí misma al infundir la palabra y la razón en los limpios ojos del desconcierto. Un día llegaron ellos, los hijos bastardos del diamante, con sus rifles y con sus cachorros de la muerte. Incendiaron la barraca. Violaron a las niñas. Raptaron a los niños para masacrar en ellos la luz de la inocencia y transformar esa luz en furia homicida. Algunas pudimos salir huyendo. Huyendo de horror en horror, de masacre en masacre, de alambrada en alambrada, de rechazo en rechazo, nos hicimos duras como el diamante, gastamos el miedo. El miedo que interroga en la mirada de ese anciano no tiene respuesta. No tiene respuesta porque tiene demasiadas capas protectoras que le impiden llegar al vacío esencial. El miedo de los hombres se alimenta de sus dependencias; de su monedero, de su familia, de su trabajo, de los afectos, de los odios, de las ambiciones, de ideales, de patrias. Yo no tengo patria. Nosotras no tenemos patria. Teníamos una tierra bajo el sol con la que fuimos entablando un duro diálogo de generación en generación a través de los siglos. Los dioses blancos llegaron con el furor de una pesadilla y rompieron el diálogo, sembraron alambradas, encadenaron nuestras manos y nuestros pies, bebieron nuestra sangre con sus colmillos de vampiro y, cuando se fueron, dejaron como herencia la semilla de la avaricia y la crueldad. Ardía la tierra, parecía competir con el sol. La tierra nos achicharró capa a capa todos los miedos, dejándonos el vacío esencial de la existencia.
     Los ríos, tantos meses secos igual que serpientes desfallecientes, en la estación de las lluvias se revolvían de nuevo y desbordaban voraginosos sus cauces con furia de renacer. Los leones y el baobab entonces, la gacela y la lanza del cazador, la tierra y el aire henchían de vida desatada. El tiempo allí era estación de lluvias y estación de sequía, el sol y la luna, el parto y el entierro. Se abren las puertas de este vagón y una tromba de gente invade el poco espacio vacío. Pero sus rostros no traen la felicidad ni la regeneración, traen el desgaste. El tiempo de los hombres en este vagón es el continuo desgaste medido no por la tierra y sus criaturas, sino por números, números que no son nada. Los números pulverizan el tiempo de los hombres, lo descuartizan en moneda de cambio. Muestro mi brazo ensortijado de relojes, ofrezco a su consideración diversos modelos, todos ellos voraces del tiempo natural, del tiempo de la vida. Unos me responden con una mirada de suspicacia, otros con molestia ostensible, algunos con desprecio, la compasión está demasiado manchada de protagonismo, el odio esconde una indefensión pavorosa. Pero no me miran a mí, ni a los relojes. A través de mí, se miran a sí mismos. Porque yo soy vacío, soy garza que no sabe de fronteras. No tengo patria, la tiene quien tiene miedo, y esa cáscara se me cayó por el camino. El sol trepa con su hocico extenuado por las espaldas gastadas de las fábricas y los talleres. Yo te saludo, sol. Te saludo y te brindo el llanto de ese bebé que en el pecho de la madre busca cobijo a las amenazas de este aire hacinado, y te brindo la mirada perdida en el vacío de ese anciano, ausente y solo en medio de la multitud.

*     *     *

Aluche. Madrid. 1989

     Tengo miedo. Esta madrugada he sentido otra vez punzadas. Ya nadie me hace caso, pero es verdad. Está ahí, oigo sobre mi cabeza los aletazos de ese pájaro de presa y sé que esta vez no se irá sin mí. Mis hijas tienen sus propias preocupaciones y quehaceres familiares, es lógico, no me quejo, me tienen atendido. Amalia viene un par de días a la semana y me deja el frigorífico y la despensa con todo lo necesario. Laura me limpia la casa cuando puede, la pobre tiene demasiado con su trabajo y los hijos. Laura vive lejos, pero me visita siempre que encuentra ocasión y acude siempre que se la necesita. No me puedo quejar. Pero se han cansado de escucharme, cansa escuchar la enfermedad, sobre todo cuando la enfermedad es ese pájaro invisible que te acecha y te ronda. Si les digo lo de las punzadas, me dirán lo de siempre. Que vaya a urgencias. Pero no volveré al hospital. Si vuelvo, saldré amortajado, lo presiento. No quiero despedirme de este mundo huérfano de mis recuerdos materiales, de mis libros, de las cosas con las que he convivido y entre las que he sido. Ya no soy nada. Soy desgaste. Soy impotencia. Soy miedo. Qué esfuerzo esta mañana vestirme. Atarme los cordones de los zapatos, una hazaña. Tengo miedo de que ese pájaro de presa advierta que ya no puedo ni atarme los cordones de los zapatos y se abalance sobre mí. No me creen. Y me da miedo que no me crean, porque el deterioro es tan evidente que su incredulidad sólo puede ser disimulo para no soliviantarme; en caso contrario, me darían soluciones, no excusas. Y, si es tan evidente, ¿qué hago en este tren tan atestado de gente, acudiendo a una revisión médica que no puede sino confirmar lo que ya sé? Porque tengo miedo. No quiero irme todavía. No encuentro el momento de aceptar que he dejado de ser, que me he convertido en no más que un organismo abismándose a la extinción. Había decidido no acudir a la cita. Total, para que no me hagan caso y vuelvan a darme largas como siempre. Pero esta madrugada volví a sentir las punzadas, parecía que iban a perforarme. Como si el infame pájaro hubiera clavado ya sus garras en mí. Por un momento viví el horror, el horror de la extinción, tan suave, como planeando. Y tuve miedo. Yo, que he afrontado con audacia tantos riesgos y tantos contratiempos en un trabajo que era una lucha a dentelladas por la supervivencia. Vencía la ansiedad y el vértigo del abismo con una temeridad suicida. Pasé momentos de auténtico espanto. Pero aquello no era miedo. Entonces no advertía la sombra de esa ave de presa sobre mí ni sus fríos aleteos helaban mis insomnios. Los recuerdos siempre fueron boyas del ser en las diferentes etapas del vivir. Hoy los recuerdos me despojan todavía más de mí mismo. Porque me hablan de ausencias, de gente a la que amé y ya no está, de amigos cuyo afecto enfrió la distancia o el deceso, de cosas por las que me esforcé y hoy han perdido toda su trascendencia. Los recuerdos hoy son huecos devorando como incansables roedores los escenarios de la existencia. Y quisiera remontar el curso de los recuerdos y recuperar el calor y la energía de lo vivido. Pero no tengo fuerzas, ni para atarme los zapatos. Mi cuerpo ya apenas si tiene fuerzas para vestirse y subir a este vagón, camino de una cita médica donde esa enfermera tan cariñosa me dirá, como siempre, nos casará usted a todas, abuelo; y el joven médico en prácticas, que todavía no sabe nada de los áridos paisajes que hay en la pendiente contraria, me dará su veredicto como golosina a un niño, pero si está usted hecho un roble. No me creo las palabras, pero me reconforta el timbre afectuoso de la evasiva.
     El revisor viene a pedirnos el billete. Con su uniforme reglamentario, parece el ángel anunciador del final de toda ruta. Los demás parecen ignorarlo. Como si sólo vieran el titular pero no tuvieran tiempo o el ánimo de detenerse en los detalles. Esa joven que, al levantarse precipitadamente, ha tropezado con mi bastón y, si no fuera por la aglomeración, casi se cae ni me ha mirado ni ha mirado al revisor. No mira sino la impaciencia que la urge a precipitarse hacia las puertas todavía cerradas. Nadie mira lo que importa. Eso sólo nos acordamos de mirarlo cuando la muerte nos va pisando los talones. He pronunciado su nombre. Tengo miedo.

*     *     *

Desde mi ventana. Madrid. 1989

     No llego a tiempo, no llego a tiempo. Otra vez no, por favor. No puedo llegar tarde hoy también al rodaje. El ayudante de producción ya me amenazó con despedirme si volvía a retrasarme. Desde que la cadena hizo economías y suprimió el servicio propio de recogida y transporte, llegar a tiempo es un infierno, casi dos horas entre autobús, tren y el metro. No puedo más. Anoche caí rendida en la cama. Estaba agotada. El rodaje se prolongó más de lo previsto, otra vez. ¿Y todavía quieren que tenga buena cara? No llego, no llego. No he oído el despertador. Ni he podido desayunar. Es cuestión de vida o muerte. No puedo perder este trabajo. Después de todo lo que me ha costado que alguien se fijara en mí para un papel. La angustia de tantos meses de espera ha desembocado en la angustia del apremio. Venga, por favor, vamos. Acelera. Por Dios, que vaya más rápido este cacharro. Llegaré tarde. Ya debía estar en maquillaje. ¿Se puede maquillar la angustia? Ahora mismo sólo tengo ganas de llorar. ¿Por qué vamos tan despacio? Eran más de las doce cuando llegué a casa, ni siquiera tuve ganas de cenar. Meterme en la cama y ya está. ¿Por qué será que cuando más cansada estás el propio cansancio te impide dormir? Tuve que tomarme un valium. No he oído el despertador. Si no viviera allá tan lejos, tan incomunicada. Pero ¿quién puede pagarse un alquiler más cercano a Madrid? Y si encima pierdo este trabajo. No puedo comerme las uñas. No debo. Parece que ya llegamos. Venga, venga, acelera. ¡Dios, qué lentitud! Lo que tarda en pararse. ¿Y ahora? Que abran las puertas. Venga, rápido. Tengo que salir corriendo. A empujones, como sea. No puedo llegar tarde hoy también. Otra vez no, por favor.

(Madrid, febrero 1998)

miércoles, 22 de julio de 2015

TSATSIKI Y MELITSANOSALATA (dos refrescantes recetas griegas)


     Desde que comenzara este tórrido verano, tenía en mente aliviar un poco la densidad del blog con algunas recetas ligeras y apropiadas para estos meses de calor.
     ¿Y qué mejor que un par de platos griegos?, con su inconfundible sabor mediterráneo, su simplicidad ejemplar, su inconfundible presencia bajo el urbano cielo violáceo de Atenas (cuando la contaminación no lo enturbia), o bajo un emparrado en un pueblecito de montaña, mientras un bouzouki transforma en música la cercana luminosidad del mediodía, o en una taberna insular junto al turquesa translúcido del Egeo.


     Sin embargo, en momentos tan terribles para esa tierra hermana y para el sueño común de una Europa solidaria y democrática, dudaba si, de alguna manera, no suponía una frivolidad por mi parte.

     Pero si algo me ha enseñado la cultura griega, tanto esa inmensa cultura milenaria continuamente renovada bajo la actualidad de cada momento histórico, como la pequeña cultura de la cotidianidad y el permanente exilio interior, es que la autenticidad del hombre no se encuentra sólo en la monumentalidad del pensamiento puro sino también en el amor a la vida a través de sus dones más inmediatos: la luz sobre una roca desnuda, el aroma de un café en un pequeño puerto recóndito, el gozo de la comida compartida, la amistad, la amistad sin contrapartidas y sin intrusiones, Epicuro, la conciencia de la propia naturaleza mortal para que el miedo no nos paralice ni nos impida disfrutar de este jardín de encuentro que es la vida, caótico y efímero, pero divino, humano, terriblemente humano.

Llegando a Atenas,
con la Acrópolis al fondo.


     Durante este último mes hemos vivido la encarnizada destrucción del sueño europeísta.
     Lejos de ser un espacio de cooperación y desarrollo, de solidaridad y democracia, Europa ha dejado caer las máscaras y hemos vuelto a reencontrarnos con su auténtico rostro: un rostro manchado de intolerancia, de arbitrario autoritarismo, de despotismo brutal, de bárbara ferocidad egoísta, de impunes masacres, de humillación y prepotencia, una salvaje contienda hegemónica, huera soflama autocomplaciente que no duda en devorar a sus propias criaturas, un delirio crematístico, xenófobo, monstruoso, que desdice y aplasta una vez más sus más excelsos postulados culturales.
     La crueldad depredadora con que la banca alemana y sus miserables acólitos han acorralado al pueblo griego, hasta la asfixia moral y material, no ha sido sólo un contubernio entre tahúres, sino la más inhumana demostración de poder expeditivo y antidemocrático. De golpe de estado alemán lo ha definido el premio nobel de economía Paul Krugman: "Matar el proyecto europeo". El ex ministro griego Yanis Varoufakis, singular como un titán portador del fuego y como él encadenado a la roca de la impotencia por su temeraria filantropía, no dudó en comparar el resultado de las negociaciones greco-germanas con el golpe militar que llevó a la dictadura de los Coroneles en 1967, un auténtico golpe de estado "con bancos en lugar de tanques". Sus palabras resuenan con la tajante rotundidad del vencido, que no derrotado: "La eurozona es un lugar incómodo para personas decentes".
     Paso a paso, hemos asistido a una demolición de los farisaicos discursos europeístas, que ha dejado desnuda y manifiesta la ruindad de un proyecto financiero que subordina la hegemonía económica a los principios de respeto y humanidad.
     Se engaña quien siga pensando que ha sido una negociación económica entre estados soberanos. El ensañamiento y la encarnizada obcecación con que se ha impuesto al pueblo griego la asfixia material sólo es comparable a las más brutales atrocidades bélicas cometidas por estados europeos, de tan triste recuerdo en la historia reciente, y especialmente contra la propia Grecia.
     Lo más vergonzoso de todo el proceso, sin duda, el apasionado posicionamiento pro germano de los gobiernos más afectados por la supuesta crisis, víctimas y cómplices necesarios en la hipócrita solución de los negros caballeros de la Troika a una crisis creada por la propia política económica continental. Lo más ruin, su despreciable mezquindad al pisotear al hermano griego únicamente por razones electoralistas; el más gallito, nuestro propio presidente, reviviendo viejas alianzas de tan infausta memoria.

Vista del golfo Sarónico,
desde la colina de Filopapo.

     En medio de la profunda tristeza que estas noticias me producen, escucho una hermosísima canción griega, Θεός αν είναι (Si existe Dios), interpretada por Jaris Alexíou, con música de Goran Bregovic, y la mente me transporta de inmediato al interior de un estrecho camarote que, al ocaso, zarpaba del puerto de Hiraklion (Creta) hasta el populoso Pireo. Compartí camarote con un desconocido, un desconocido que, como yo, resultó ser profesor, en su caso de matemáticas, en un Liceo heleno. Sentados en las literas, mientras el rojo sangre del sol en el mar irrumpía por el sucio ventanuco, no tardamos en entablar conversación, como aquellos héroes anónimos que, nada más encontrarse, se interrogaban mutuamente. Porque el conocimiento del otro es el único camino para derrotar al posible enemigo que en el amigo habita.
     Me retrotrae a otra travesía de Lesvos al mismo puerto ateniense, y cómo al amanecer, embocando ya la entrada al Pireo, con la mayoría de los pasajeros en cubierta, vi a un hombretón, un griego avezado, ajeno por completo al bullicio del inminente desembarco, sentado sobre su propia maleta, tranquilamente leyendo. Por encima de su hombro, pude ver lo que leía: Gramsci. La fuerza de aquella imagen me inspiró un poema en el que lo definí como un Heracles contemporáneo, curtido en la derrota de monstruos, tanto los monstruos que nos amenazan desde dentro como los que nos amenazan desde fuera, con la serenidad que confiere la constatación de que los trabajos nunca cesan y con la confianza en la fuerza de la autenticidad, probada en los caminos de los días y en los caminos de la mente. La salida del sol bendijo de repente el golfo Sarónico y coronó su frente arrugada.
     Revivo un instante antiguo, tan sencillo y grandioso en su simplicidad como el crujir del pan cuando es repartido. Era mi primer aterrizaje en tierra griega y me encontraba en plena plaza Sýndagma, fascinado por el caótico y abigarrado bullir de gentes, con el mapa de la ciudad en la mano y mi parco bagaje de treinta o cuarenta palabras, intentando orientarme en aquel dédalo fascinante. Espontáneamente, un par de griegos que por allí pasaban me preguntaron en inglés si necesitaba ayuda. Les respondí en su propia lengua. El timbre de su voz no se hizo más complaciente, pero su mirada estableció un afectuoso puente de entendimiento. La sonrisa con que se despidieron fulgía con la breve y rotunda intensidad de algunos de los más hermosos fragmentos de la lírica arcaica griega.
     Con benévola sonrisa, rememoro una anécdota de cariz bien distinto, pero no menos sintomático. Durante una larga estancia en Atenas, diversas circunstancias me llevaron a trabajar de comparsa en una función de teatro, representada en las afueras de la ciudad una calurosa noche de julio. Mi papel se reducía a porteador mudo de la parihuela donde era transportado a escena el rey persa muerto. La solemne gravedad del texto de Esquilo contrastaba con la realidad de la troupe, frívolas estrellas de seriales televisivos griegos.
     El regreso lo hice en el coche del director, con la primera actriz como copiloto. Circulábamos, avanzada ya la noche, por una gran autovía de varios carriles, testigo igualmente mudo de una encendida discusión en la parte delantera del automóvil. La diva, y también pareja del joven y apuesto director, una exuberante rubia oxigenada, le reprochaba con temperamental vehemencia que hubiera mirado y sonreído a otra durante el ensayo general. A gritos y empujones, lo amenazaba si es que volvía a reincidir: να σε σκοτώσω, να σε σκοτώσω (que te mato, que te mato), sin escatimar insultos y codazos a su indiferente don Juan. Con lo que el coche no dejaba de dar bandazos entre los distintos carriles de la autovía. Milagrosamente llegamos sanos y salvos a nuestro destino.
     La anécdota podría haberse insertado con toda naturalidad en cualquier comedia de enredo española, o en la excelente "Balas sobre Brodway" de Woody Allen, o en el neorrealismo italiano más costumbrista, pero la lengua en que la viví era la misma de Homero, de Aristófanes, de Teócrito, de Solomós, de Seferis; una lengua sin duda mucho más de la calle, más vulgar, pero no menos valiosa. Porque, en palabras de Claudio Magris, "la vulgaridad también exige respeto, ser melindrosos es un pecado contra la vida".

     Pero, sobre todo, la canción de Jaris Alexíou me hace presentes en el alma a mis grandes amigos griegos, aquellos con los que he compartido... casi todo, mi otra familia.
     Y vuelvo a estar con ellos en el paraninfo de la madrileña facultad de Geografía e Historia, interpretando en una sola voz y en una sola alma música y poesía de Seferis, Ritsos, Elytis, Sikelianós, Karyotakis... O cierro los ojos y vuelvo a sentir la intimidad de su presencia durante una cena armonizada por la conversación cordial y la música, que es la voz primordial del mundo.
         Soy de nuevo aquel neófito que, entre los almendros en flor de la Complutense, descubría como una revelación la eternidad de la lengua griega, a través del amor y el respeto de nuestra profesora y amiga del alma, mi querida Penélope. Querría hoy volver a visitar su antiguo piso del barrio de Goya para desnudar juntos, con la delicadeza y el fervor del amante, los más hermosos versos de la poesía griega moderna, invocando en el diccionario y en la memoria personal las voces castellanas más adecuadas para traicionar lo menos posible su autenticidad, traducciones que no dejábamos de mimar y pulir con aliento unánime durante el laborioso y más mecánico proceso de la publicación en voluminosos monográficos, Πιο κοντά στην Ελλάδα (Más cerca de Grecia), elaborados con más rigor y entusiasmo que con medios o ayudas oficiales.
     Las lágrimas corren por mi cara, lágrimas de rabia, de impotencia, de memoria lacerada por la bárbara crueldad que contra el pueblo griego se está cometiendo por parte del omnívoro poder financiero, con la necesaria complicidad de gobiernos vendidos a su propio afán electoralista.

     Entonces siento que no es una frivolidad hablar de comida en este trance, sino una responsabilidad: recordar la humanidad que compartimos, recordar que el hombre no es hombre cuando somete al otro sino cuando comparte el gusto de los dones sencillos, recordar que todos participamos de un mismo temor por la propia indefensión y un mismo aliento de vida.

Algunos hombres son tan pobres
que lo único que tienen es dinero.



TSATSIKI
(ensalada de pepino con salsa de yogur)

     Una de las más populares ensaladas griegas, asequible hoy en muchos supermercados, sin dejar de ser un burdo sucedáneo de una receta bien simple y asequible.
     He de confesar que, en España, tuve que experimentar con los productos locales hasta conseguir aquella textura compacta. Lo que aquí explico es el resultado de esa experimentación.


          Ingredientes
  • Pepinos (3).
  • Yogur natural (2, si es auténticamente griego; 4, en caso contrario).
  • Ajo (1 diente).
  • Aceite de oliva (medio vasito de yogur).
  • Limón (una mitad).
  • Sal.
  • Aceitunas negras (opcional).

     Por un lado, pelamos los pepinos y o bien los rallamos o bien los cortamos en cuadraditos, según el gusto. Luego los dejamos escurriendo sobre un colador, con un poco de sal, para que suelten el máximo líquido. Con un par de horas basta, aunque yo prefiero hacerlo la víspera, para asegurarme que el tsatsiki quede lo más compacto posible.


      Por otro lado, vamos preparando la salsa de yogur.
     Téngase en cuenta que esos productos que en los supermercados se anuncian como yogur griego constituyen una más de las grandes estafas de la publicidad comercial. Nada más lejos de la realidad que un yogur a base de añadirle grasas animales o vegetales para conseguir la densidad de un auténtico yogur griego.
     Si se dispone de esos cremosos y acidulados yogures griegos, perfecto. En caso contrario, mi consejo es comprarlos de cualquier marca y, también la víspera, volcarlos sobre un colador forrado de papel cocina, para que suelten el máximo de suero posible. El resultado no desmerece demasiado.


     No mucho antes de consumirse, se prepara la salsa, batiendo bien con la varilla el yogur, el diente de ajo rallado, el zumo de medio limón, sal y el aceite. Batir a mano, nunca con batidora eléctrica, hasta que la salsa tenga un aspecto blanco completamente homogéneo.
     Con esta cantidad de ajo, aceite y limón, se obtendrá una salsa de sabor suave, no demasiado intenso, digerible para estómagos delicados. Si se tiene preferencia específica por cualquiera de los ingredientes, puede cambiarse tranquilamente la proporción.


     Una vez terminada la salsa, basta con mezclarla bie con el pepino escurrido para obtener un refrescante y apetitoso tsatsiki, con el que acompañar cualquier otro plato de sabor más contundente o simplemente tomarlo de aperitivo.


     Es bastante frecuente adornar el tsatsiki con unas cuantas aceitunas negras. El contraste entre el intenso sabor oliváceo a salmuera de las aceitunas de Kalamata y el frescor del tsatsiki es realmente espectacular, efecto no tan potente con las aceitunas negras nacionales, por lo que suelo prescindir de ellas. Es una opción personal, ni siquiera un consejo.

     El tsatsiki es realmente bueno y suficiente en sí, lo que no es óbice para que podamos utilizarlo como complemento para un canapé frío, por ejemplo sobre una loncha de lomo a la sal, o como base para una ensalada más completa como primer plato, mezclándolo  por ejemplo con lechuga y apio muy picaditos y atún.


MELITSANOSALATA
(crema de berenjena)

     Aunque la traducción literal sería ensalada de berenjena, en realidad tiene más de crema que de ensalada, tal como lo entendemos por estos lares.

      Esta receta guarda para mí un significado especial.
     Mi entusiasta iniciación al griego moderno no pudo encontrar mejor anfitriona que mi querida Penélope. No nos enseñó una lengua como mera herramienta comunicativa, instrumental. Se nos daba ella misma en la lengua, nos transportaba al corazón de Grecia a través de la palabra, tanto lo más excelso como lo más cotidiano, más como experiencia vivida que como materia de conocimiento. Apolo y Diónisos hablaban por su boca, pero no subidos en altos coturnos, sino con la naturalidad del gesto cotidiano.
    Desde el primer momento nos habló únicamente en griego, rompiendo de manera radical nuestro hábito filológico de meros traductores y dándonos así alas para volar libremente en la rica inmediatez del diálogo.
     Una de sus primeras clases consistió en la explicación de esta receta, tal como ella misma la había cocinado tantas veces. No utilizó ni un solo término castellano. Amante de la lengua y de la cocina, mis cinco sentidos pendían de sus palabras. Lógicamente, nada más llegar a casa, puse en práctica lo que más o menos había comprendido con mi todavía pobre conocimiento de esa lengua. El resultado, sin embargo, no desmerecía de otras melitsanosalatas probadas anteriormente. Ella misma me confirmó más tarde la presente receta.


     Ingredientes
  • Berenjenas (3 o 4, según tamaño).
  • Ajo (1 diente).
  • Limón (1 cuarto).
  • Aceite (50 cl.).
  • Sal.

     Lavamos las berenjenas y les cortamos la peana con cuidado de no pincharnos. Las asamos enteras en el horno, previamente calentado a 160º / 180º, dándoles un cuarto de vuelta cada quince minutos. Una hora en total, más o menos, hasta que al tocarlas, con cuidado de no quemarnos, las notemos blanditas. Eso sí, conviene cacular la temperatura ni demasiado baja ni demasiado fuerte como para que la piel no llegue a rajarse y se reseque la carne de la berenjena.


     Una vez templadas, cortamos las berenjenas y, con la ayuda de una cuchara, extraemos el interior. Sobre un colador, troceamos la pulpa de la berenjena asada, ayudándonos con un cuchillo o unas tijeras de cocina. Les añadimos una pizca de sal y las dejamos reposar un par de horas para que suelten parte del líquido.


       Transcurrido este tiempo, sólo nos queda batir bien, ahora sí, con batidora eléctrica, la pulpa de la berenjena, el diente de ajo picado, el zumo de un cuarto de limón y el aceite. Una vez obtenida una crema homogénea, de ligero color caqui, con el áspero y ambiguo sabor de la berenjena concentrado y suavizado por el resto de ingredientes, probamos y rectificamos de sal.

     La melitsanosalata está lista para tomarla tal cual, untada en rebanaditas de pan, como aperitivo, o directamente como guarnición de otro plato. Como en el caso del tsatsiki, la proporción de ingredientes puede variar según el paladar de cada uno.


     Esta receta es la base, excelente tal cual, a la que se le pueden añadir posteriormente ingredientes diversos para hacer de ella un entrante completo. La he comido mezclada con cebolla muy picadita, adornada con aceitunas, con anchoas. La imaginación es libre.


     Vaya desde aquí mi reconocimiento y amor a ese pueblo caótico y siempre indómitamente ejemplar.

     Για σας, Salud.