"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

jueves, 17 de septiembre de 2015

CERCANÍAS (relato)


     Recupero de nuevo un antiguo relato, si lejano en el tiempo, no tan alejado de la realidad contemporánea.

Cercanías. Madrid. 1989


CERCANÍAS

    
     Siempre corriendo, siempre corriendo. Has cogido el tren de chiripas, casi sin resuello, a pique de quedar atrapada entre las puertas del vagón, que ya se cerraban. Y si pierdes éste, entonces menuda faena. El siguiente no te permite hacer directamente transbordo con el de Villalba, que ése sí que pasa con poca regularidad. No son diez minutos más, échale otra media hora por lo menos. La diferencia entre llegar tarde al trabajo o llegar a tiempo. No se puede vivir en un acelerón permanente, no hay cuerpo que lo resista. Algún día tendrás que pararte, ¿no?, aunque sea un poco. Tu madre decía que sólo los muertos se paran. ¿Es que no estamos como muertos? Todo el día corriendo como sonámbulos de casa al trabajo, del trabajo a casa, de obligación en obligación, sin un respiro. Hace que no te dedicas a ti misma un día para tus cosas, qué sé yo, una barbaridad. Si no se te apelotonaran las obligaciones y los compromisos y los problemas. O si el día tuviera unas cuantas horas más. Ya, pero si el día tuviera, qué digo yo, cinco o seis horas suplementarias, seguro que el supermercado se apropiaría de ellas para abrir más tiempo y retenerte tras el mostrador. Veces hay que ni me acuerdo ni de mi nombre. Sé que las compañeras van por ahí diciendo que soy una amargada. A ver, ¿cómo no amargarse con una vida que no es vida, sino una carrera de obstáculos? Ellas son jóvenes y tienen todavía toda la vida por delante. No tienen más preocupación que ir pasando la semana hasta que llegue el sábado por la noche y entonces pintarrajearse como monas para salir en busca de quien les caliente el golondrino, o a emborracharse. Si tuvieran hijos, como tú, eso es otro cantar. Los hijos te atan. Son una soga al cuello. Te dan satisfacciones, sí, el orgullo de ser madre, pero cuánto vale ese orgullo, a costa de todo lo demás. No, los hijos son un peso muerto. Los pares porque nadie te ha dicho lo contrario y todo el mundo te empuja a tenerlos, pero en cuanto los sueltas con la placenta colgando, hala, ahí los tienes, para que te los comas tú solita, apáñatelas como puedas. Y luego, a ser madre se aprende a calamonazos. Y nunca se aprende del todo, porque ellos aprenden más rápido que tú, que no tienes tiempo de aprender nada con ir del trabajo a casa y de casa al trabajo. Y, claro, luego van y te dan cien vueltas. ¿Quién es la guapa que les replica?, ¿con qué argumentos? Si se las saben todas. Y eso que mi Vane y mi Jeremy no me han salido demasiado díscolos. Sé que en el fondo me culpan de lo que pasó. Claro, él les consentía todos los caprichos. No estaba nunca cuando se lo necesitaba, y cuando estaba les dejaba que berrearan como el que oye llover o les daba la razón para quitárselos de encima. Yo soy la mala. Qué más quisiera yo que mi Vanesa tuviera de todo y fuera como la que más. Pero, a ver, hay cosas que son prioritarias y prioritario quiere decir que sí o sí, quieras que no tienes que afrontarlo, luego vendrá lo demás. ¿Que no veo yo que a la niña le haría falta un chándal nuevo? Pues claro que sí, y a mí un abrigo, que para los fríos que están haciendo el del mercadillo es como papel de fumar. Si fuera sólo el chándal. Pero es que la letra de la hipoteca está al caer, y este mes toca recibo del gas. Y el gasto de libros este curso ha sido para mearse y no echar gota. Me río yo de la educación gratuita. Pues anda que no te meten facturitas y recibitos bajo mano. Si pudiera comprarle el chándal en el mercadillo. Pero no, tiene que ser el que venden ellos, como los libros. Tampoco voy a meter a los probrecitos en el instituto, para que se me maleen con tanto inmigrante. Bastante tienen con vivir en el barrio en que viven, que antes no era así, era un barrio de obreros, pobre pero honrado, no lleno de panchitos. El Jeremy no sé yo, se me está juntando con unas compañías. Y eso que fui yo misma quien lo animaba a salir y buscarse amigos. Desde que pasó lo que pasó, el pobre quedó tan afectado. Su padre para él era Dios. Sí, menudo Dios, Dios del trueno en todo caso. Pero mi Jeremy lo idolatraba y lo imita en todo. Ha sido su modelo, hasta en la cabezonería, que se empeñó en no hablar cuando el suceso y se tiró año y pico sin decir ni mu. Y cuando habló, mejor que hubiera seguido mudo. Pero eso deben de ser cosas de la edad. Cuando pequeños, porque son pequeños y te necesitan para todo. Cuando van creciendo, porque están en una edad difícil y entonces todos sus problemas son tus problemas, aunque para ellos el problema eres tú. Tienes que estar pendiente de los hijos aunque ellos no quieran, porque ni ellos mismos saben lo que quieren. Una esclavitud. Esclava de los hijos, del trabajo, del banco, de hacienda, del seguro, esclava del monedero, de los trenes, todo el día corriendo, poniendo parches a una vida que hace aguas y te ahoga pero no puedes permitirte el lujo de dejarte ahogar. ¿Y quieren que no estés amargada? Que te digan cómo se hace eso. Ganas me dan a veces de coger el despertador y tirarlo por el balcón, ¡hala, a la puñetera calle!, y después engurruñirme bajo el edredón y no saber más del mundo ni de nadie, ni de mí misma. Ahí os quedáis todos. Olvidadme. ¡Ah, y las facturas os las metéis por donde os quepan! Y del puesto de pan del supermercado que se encargue quien se está enriqueciendo a nuestra costa. Si no fuera porque luego empiezan a llover las facturas y las necesidades y toda necesidad termina siempre siendo cosa de dineros. Maldito dinero y quien lo inventó. Ganas te dan de irte al Corte Inglés o a donde sea y, santas pascuas, coger lo que necesitas, el chándal para la Vane, la mochila del Jeremy, el carro de la compra, y salir tan campante. Quien roba a un ladrón... Pero es que soy una tonta y ni para robar sirvo, que para eso hay que valer. Mira los mayores mangantes dónde están, todos arriba, de jefes y presidentes de todo lo habido y por haber. Los demás, la gente corriente y moliente, corriendo para coger a tiempo el cercanías y que no te descuenten del sueldo el retraso. Y encima el Paco venga a llamar, día sí y el otro también. Y yo soy tonta, que lo escucho, lo escucho y me convence y me entra una pena cuando lo oigo llorar, porque yo nunca lo vi llorar mientras fue mi marido. Verlo así, tan derrotado, aunque sea tan hijoputa, eso no lo soporto, se me abren las carnes. Y es que él no es un hijoputa, me lo han hecho así. Él era, pues qué iba a ser, un hombre, como son los hombres. Si no se sienten el sostén del universo, pues se te derrumban y quien no había huevos en el mundo a rechistarle se te convierte en una piltrafa. Cuántos no están en el paro. Pero ¿él? ¿Él? Que sea la mujer la que traiga el dinero a casa, eso no hay hombre que lo sobrelleve sin desmoronarse y sacar a relucir el ogro que todos llevan dentro. Y tú ni puedes consolarlo, porque el consuelo es cosa de maricones y no de hombres hechos y derechos, ni tampoco puedes desentenderte de él, porque toda su inquina no saben dirigirla sino contra lo que tienen más a mano, o sea, tú. Tú, que te levantas antes que el sol para estar a tu hora al frente del despacho de pan y cuando vuelves a casa es para pringarte con las mil miliquinientas que tiene una casa, y no para encontrarte con tu hombre cruzado de brazos y cara de perro, emberrinchado con el mundo y contigo, un hombre que toda su vida no ha hecho más que dejarse el pellejo en ese taller de aceros, desde que era un chaval, y no sabe hacer otra cosa. Gastas toda tu energía y tu voluntad en levantar la empresa y, cuando la empresa decide que no le rindes lo suficiente, se busca las triquiñuelas para ponerte de patitas en la calle. Yo también tuve que ponerlo en la calle, más que nada por los niños. Llegó a darme miedo. Pero él no tenía la culpa, le habían cerrado todas las puertas. Era como un lobo acosado. Si alguien le hubiera dado una oportunidad. Pero, a ver, ¿quién va a contratar a un tío ya de cincuenta?, un hombre con más arrugas ya que sesera. ¿Y voy a darle yo un desplante y no escucharlo, cuando el pobre me llama para pedirme veinte euros con que aguantar una semana más?, aunque me engañe. Sé que me engaña y los veinte euros se los funde en el vicio de los que ya no tienen más que el vicio de malvivir. Pero se hace duro oír esa voz tan vencida y no recordar. Aunque no quiera, se le revuelven a una las entrañas. ¿Qué voy a hacer? Pues darle los veinte euros que no tengo y esperar a que todo esto explote un día y te lleve por delante y se acabaron las carreras y las preocupaciones y la angustia y Dios bendito. Si no fuera por mi Vane y mi Jeremy. Y no lloro porque Dios me dio este carácter, que ni una piedra aguanta lo que yo estoy aguantando.
     Joder con los pisotones. Es que no miran ni dónde ponen los pies. Entran en tromba y les importa un carajo si arramblan contigo. Cabemos todos en el vagón, apiñados pero cabemos. ¡Ay! Ahí está, puntual como un clavo. Me parece que me ha mirado de reojo. ¡Qué rico! No sé, me reconforta verlo. Me gustaría que de grande mi Jeremy fuera así, como ese hombre. No nos conocemos de nada, no sé nada de él, ni siquiera su nombre, ni a qué se dedica. Bueno, por el estuche en forma de violín, imagino que debe de ser algo de música. Llevamos qué sé yo cuántos meses coincidiendo casi todas las mañanas en el vagón, eso es todo. Pero no hay que hablar obligatoriamente para conocerse. Puedes conocer a alguien por sus gestos, por su mirada, por su forma de estar. Y éste se ve a mil leguas que es un caballero. Guapo no es que sea muy guapo, pero tiene un atractivo, no sé, como una bondad que no es normal en un hombre. Me gusta, no para hacer lo que una mujer hace con un hombre. Mirarlo simplemente me hace bien. Me alivia del peso de vivir. Como si ese hombre fuera, no sé, como una ventana abierta por la que tirar todos los trastos que te asfixias y poder respirar. No sé si llegaremos algún día incluso a saludarnos. Cuando nuestros ojos alguna vez se han cruzado, rápidamente los agacha o mira para otro lado. Debe de ser muy tímido. Eso me da todavía más ternura, me hace sentirme buena, me limpia de toda la porquería que el mundo me va echando encima. Ya no siento ese olor agrio de tanta humanidad apelotonada en el vagón, ni la incomodidad de las apreturas. No siento que los demás me estén invadiendo el espacio. Me hace salir de mí, de todo eso que me hierve en el pensamiento, y mirar. Miro a través de la ventanilla. Veo los claros del amanecer. Veo las chimeneas del polígono, altas como cuellos de jirafa, difuminadas en el despertar de la oscuridad. Veo la hilera de coches con los faros todavía encendidos, a todo lo largo de la carretera paralela a las vías del tren, como animales somnolientos en medio del atasco. Las palomas parecen, en el ceniza del cielo, como de algodón violeta. Las torretas eléctricas dibujan un encaje melancólico en la mudez del descampado. De alguna manera, el mundo parece entonces hasta hermoso. Un día no me bajaré de este tren. Llegará a la última estación y allí cogeré otro, vaya a donde vaya, y luego otro, y otro, así hasta que nada ni nadie me conozca ni yo conozca a nadie. Me apearé en lo desconocido y aprenderé a vivir de otra manera, a vivir de verdad. Algún día.

*     *     *

Descampado. Madrid. 1989

     No me importa tener que madrugar y coger cada mañana dos cercanías hasta Getafe y luego hacer el trayecto inverso. Prefiero dormir en casa, es más prudente. No sé por qué Nacho no puede entenderlo. Vaya bronca que se cogió ayer. Pero no tiene razón. No se trata de armarios ni de banderas, se trata de que la sociedad es así y, si quieres vivir en ella, tienes que amoldarte a sus reglas. Aunque no las compartas, Nacho. Las pataletas son cosa de críos. Desahogan, pero no resuelven nada. Si hoy no sigues de morros, te daré algo muy muy personal, para demostrarte que eres lo más importante de mi vida. Pero no me pidas que actúe contra mí mismo y contra nuestra relación. Uno de los dos tiene que conservar la cabeza fría para no descarrilar en un mundo cortado según un único patrón. No me van los idealismos, calientan la mente pero dejan el cuerpo helado. ¡Qué impertinente es la gente! ¿No pueden meterse en sus asuntos y dejar al prójimo en paz? Todas las mañanas la misma historia. En cuanto subo al tren, ya tengo en frente a esa mujer devorándome con los ojos. No es normal. Apañada va si pretende ligar conmigo ese adefesio. Hay gente que no tiene ningún recato. Podría disimular, ¿no? Joder, casi me tira el violín con la mochila. ¿Y el empeño de Nacho en que deje el violín en su casa, para no tener que transportarlo cada día? Es que no escucha, está en su mundo ideal y cualquier cosa que le digas rebota contra su sensibilidad autosuficiente. Lo que me enamora en él es lo mismo que me saca de mis casillas. Sí, porque es adorable cuando estamos juntos en Madrid, pero allí en Getafe no podemos actuar igual, y eso él no lo entiende. No podemos bajar la guardia. ¿Y si alguien nos sorprende en una actitud ambigua, algún compañero del centro cultural, algún alumno, un padre, un vecino, y descubre nuestra relación? ¿Qué pensarían si alguien nos sorprendiera saliendo juntos de su casa? Hay que ser prudentes, Nacho. ¡Y no una fisgona como ésa! ¡Menudo descaro! Es irritante sentir cada día la presión de esa mirada sobre ti. ¿Qué busca? ¿Tengo monos en la cara? ¿Cómo se puede tener tan poca discreción? Puede que puntualmente me haya visto algún gesto involuntario o algo que me haya delatado. Hay gente que tiene como un radar para reconocer a un homosexual entre un millar, parece como que los huele. Y eso que a mí no se me nota casi nada. Procuro ser duro en los gestos, no relajarme. Pero así y todo. A lo mejor es una de ésas que, en cuanto descubren tu orientación, ya no pueden despegar los ojos de ti, como si fueras un ave exótica o un prodigio de la naturaleza. ¿Quiere espectáculo? Pues que se compre una tele. ¿Lo ves, Nacho? Esto es lo que intento evitar. No me gusta ser espectáculo de nadie. No quiero que tú y yo seamos espectáculo para los demás. Lo siento, no puedo besarte donde algún conocido pueda vernos. Me pone nervioso. En esas circunstancias no te estoy besando realmente, intranquilo e impaciente como me pone la situación. ¿No son suficientes las muestras mudas de amor y el éxtasis de esos breves momentos en que tú y yo nos fundimos en uno, pero lejos de la vista del mundo, aislados en nuestra mutua pasión, apartados de las miradas maliciosas de la gente? Pensé que, tras las vacaciones en Berlín, Nacho volvería más calmado, satisfecho. Pero ha sido justo lo contrario. Su insistencia en compartir casa se ha convertido en una obsesión. No hay forma de hacerle entender que esas dos semanas hemos vivido el paraíso, ha sido hermoso, muy hermoso, porque estábamos allí, donde no nos conoce nadie y cualquier sambenito que nos cuelguen no va a afectar a nuestra vida cotidiana. Y eso que nos quedamos de piedra cuando íbamos cogidos de la mano por Kurfürstendamm y escuchamos a una familia hablando español a nuestras espaldas. Yo fui a soltar tu mano, pero tú me la agarraste más fuerte. Allí no me importó. Me paré en silencio y te besé para que nos adelantaran sin descubrir que somos compatriotas, porque nunca se sabe. En Kurfürstendamm te amé, dejé mi mano cogida a la tuya y sellé con mis labios los tuyos hasta que la familia española se hubo alejado lo suficiente. Fuimos felices en Berlín. Aquí es distinto. No se puede estar siempre de vacaciones, las vacaciones son vacaciones precisamente porque suponen un paréntesis en tus obligaciones. No se pueden mezclar las vacaciones y la obligación. ¿Te piensas que no te quiero, Nacho? Después de ocho meses de repetírtelo a diario y a pesar de todas tus rarezas, eres lo más importante para mí. Pero ¿qué ocurriría si el padre o alguno de mis alumnos descubriera que soy homosexual?, ¿si se hiciera público? ¿Podría seguir rodeando con mis brazos los brazos de un alumno para mostrarle la posición correcta del arco y el instrumento? ¿Podría seguir haciéndolo con la misma naturalidad? ¿No verían en ese gesto completamente inocente intenciones ocultas? Imagínate, Nacho, que mis alumnos vieran en mí un mariquita. ¿Qué autoridad iba a tener sobre ellos? ¿Cómo iba a poder imponer orden en clase? ¿Crees tú que el ayuntamiento te renovaría el contrato como empleado de mantenimiento si supieran todos que eres el novio del profesor de violín?
     Carajo con el niño, ha entrado en el vagón como una exhalación para apoderarse del único asiento que había quedado libre. ¿No le han enseñado modales? Toda la gente mayor que hay de pie y él, en plena energía adolescente, repantigado como una marmota, invadiendo el asiento contiguo, despachurrando la cara contra el cristal. La verdad es que tiene un cuerpo hermoso, parece una estatua helenística, Si no fuera por el gesto que le agria la cara. La adolescencia es hermosa. Presuntuosa y boba, pero hermosa. Es energía buscando concretarse a sí misma en una forma, tanteando todas las formas del ser, cortejando el no ser en un acto de afirmación suicida. Luego viene lo difícil, Nacho, renunciar. Hacerse adulto y renunciar para preservar del desgaste exterior lo único que me importa, tú, Nacho, mi amor, mi vida.

*     *     *

Amanecer. Madrid. 1989

     Jodienda de viejos. ¿Qué les costaría? Se quitan unos cuantos sábados de salir al restaurante y me la compran a plazos. Tampoco les supondría tanto sacrificio. ¿No están siempre diciendo que soy su hijo? Pues que lo demuestren y se sacrifiquen. Yo no les pedí que me trajeran al mundo, Los dos se lo pasaron bien jodiendo, que apechuguen con las consecuencias. ¿No tienen un coche cada uno? ¿Por qué no puedo tener yo una moto? Muy sociatas, muy sociatas los viejos. Pues cojonudo, a socializar las máquinas. Coche y moto para todos. Éstos son sociatas de boquilla, de los de meter el voto en la urna y luego ejercer de déspotas en casa. Podrían vender uno de los coches y que vayan al trabajo en el mismo. Si lo están haciendo como castigo, me cago en todos sus muertos. No saben nada más que joder. Seguro que no me la compran para demostrar que ellos son los putos amos. La vieja se encabezonó en matricularme otra vez en el instituto. Pues que vaya ella al puto instituto, si tanto le gusta. Y el viejo, con la tabarra de siempre, si no quiere estudiar, que trabaje. Menudo muermo. Lo que pretende es desembarazarse de mí y ahorrarse el gasto. Pues va listo. Ellos decidieron traerme al mundo, no me consultaron. Se creen que con el talego que me dan a la semana ya han cumplido. Con eso no tengo ni para empezar. Tía, no empujes. No tiene bastante con su asiento, la gorda ésta. Ponte más ancha, anda, desparrámate más, jodida gorda. Espero que Félix me haya conseguido hoy una buena bola. El costo de la semana pasada era una puta mierda. Menos mal que luego los chavales no saben ni lo que compran. Si tuviera una moto, podría ir yo mismo al polígono a por mercancía. La Soni dice que es peligroso, pero ¿qué sabrá ella? Las tías no tienen neuronas, sólo son un agujero donde meterla. Y si encima de mujer tienes esa cara de alquitrán que repugna, entonces ni como agujero sirves. ¿De dónde habrá sacado esa túnica de colores tan chillones que hieren la vista? Para hacerse notar más, en vez de pasar desapercibida. Pues como se me acerque a venderme sus jodidas mierdas, le meto una somanta de palos que la pongo en su sitio. Qué asco me dan los negratas, y las negratas todavía más. ¿No pueden quedarse en su tierra y no venir aquí a joder la marrana? Este puto tren huele que apesta. Seguro que la negra esa hasta se ha colado sin pagar. Es que me inflan los cojones. ¿Tienen que venir a llevarse lo que es nuestro? Levantaba yo una alambrada con púas como navajas para que no se nos colaran esos putos rateros. Que su pudran todos en su jodido país. O que se maten entre ellos, que es lo único que saben hacer. Y a mí los viejos que me compren de una puta vez la moto, para no tener que aguantar más estos vagones infestados de gentuza. Menos mal que ya está aquí la siguiente parada y me piro.

*     *     *

Extrarradios. Madrid. 1992.

     Se está achicharrando el cielo. El cielo es el mismo aquí y en las desnudas sabanas de mi tierra. El sol es el mismo, achicharra el día, ciega el vagón en que vamos. Así empieza una vida. Rojo sangre, como una antorcha furiosa para desterrar las tinieblas. Ya no tengo miedo. Vi el horror. Atravesé el horror. No me asusta el desamparo de este desierto humano. Quien ha dejado de tener raíces no está desamparada, porque el fuego del sol cuando se enfría se hace piedra. Ni esas miradas de rechazo ni las de compasión ni las no miradas pueden hacer ya nada contra la dureza del diamante. El diamante dormía su ceniza apagada en las entrañas de mi tierra y se hizo cristal. Luego vinieron los crueles dioses blancos, obligándonos con sus rifles a arrancar de la tierra la pureza del diamante. Se llevaron los diamantes y dejaron los rifles. Dejaron la muerte a sus espaldas, la avaricia del poder y el fratricidio. Aquí como allí, el sol consume su violencia cárdena en el ascenso y el cielo de nuevo pálido hincha su buche de pelícano y aletea. El cielo de la sabana ignoraba la codicia que se había adueñado de la oscuridad. Este cielo enfermo ignora la oscuridad de esos rostros codiciosos de sí mismos, en el interior de un vagón. El cielo de la sabana me condujo a la barraca donde reuní a los más pequeños para limpiar de sus rostros y de su destino la ignorancia. El tren me lleva a un nuevo día. Fui feliz en el poblado más miserable, enseñando a niños que apenas si comían barro a decirse a sí mismos. Fui. Me hice a mí misma al infundir la palabra y la razón en los limpios ojos del desconcierto. Un día llegaron ellos, los hijos bastardos del diamante, con sus rifles y con sus cachorros de la muerte. Incendiaron la barraca. Violaron a las niñas. Raptaron a los niños para masacrar en ellos la luz de la inocencia y transformar esa luz en furia homicida. Algunas pudimos salir huyendo. Huyendo de horror en horror, de masacre en masacre, de alambrada en alambrada, de rechazo en rechazo, nos hicimos duras como el diamante, gastamos el miedo. El miedo que interroga en la mirada de ese anciano no tiene respuesta. No tiene respuesta porque tiene demasiadas capas protectoras que le impiden llegar al vacío esencial. El miedo de los hombres se alimenta de sus dependencias; de su monedero, de su familia, de su trabajo, de los afectos, de los odios, de las ambiciones, de ideales, de patrias. Yo no tengo patria. Nosotras no tenemos patria. Teníamos una tierra bajo el sol con la que fuimos entablando un duro diálogo de generación en generación a través de los siglos. Los dioses blancos llegaron con el furor de una pesadilla y rompieron el diálogo, sembraron alambradas, encadenaron nuestras manos y nuestros pies, bebieron nuestra sangre con sus colmillos de vampiro y, cuando se fueron, dejaron como herencia la semilla de la avaricia y la crueldad. Ardía la tierra, parecía competir con el sol. La tierra nos achicharró capa a capa todos los miedos, dejándonos el vacío esencial de la existencia.
     Los ríos, tantos meses secos igual que serpientes desfallecientes, en la estación de las lluvias se revolvían de nuevo y desbordaban voraginosos sus cauces con furia de renacer. Los leones y el baobab entonces, la gacela y la lanza del cazador, la tierra y el aire henchían de vida desatada. El tiempo allí era estación de lluvias y estación de sequía, el sol y la luna, el parto y el entierro. Se abren las puertas de este vagón y una tromba de gente invade el poco espacio vacío. Pero sus rostros no traen la felicidad ni la regeneración, traen el desgaste. El tiempo de los hombres en este vagón es el continuo desgaste medido no por la tierra y sus criaturas, sino por números, números que no son nada. Los números pulverizan el tiempo de los hombres, lo descuartizan en moneda de cambio. Muestro mi brazo ensortijado de relojes, ofrezco a su consideración diversos modelos, todos ellos voraces del tiempo natural, del tiempo de la vida. Unos me responden con una mirada de suspicacia, otros con molestia ostensible, algunos con desprecio, la compasión está demasiado manchada de protagonismo, el odio esconde una indefensión pavorosa. Pero no me miran a mí, ni a los relojes. A través de mí, se miran a sí mismos. Porque yo soy vacío, soy garza que no sabe de fronteras. No tengo patria, la tiene quien tiene miedo, y esa cáscara se me cayó por el camino. El sol trepa con su hocico extenuado por las espaldas gastadas de las fábricas y los talleres. Yo te saludo, sol. Te saludo y te brindo el llanto de ese bebé que en el pecho de la madre busca cobijo a las amenazas de este aire hacinado, y te brindo la mirada perdida en el vacío de ese anciano, ausente y solo en medio de la multitud.

*     *     *

Aluche. Madrid. 1989

     Tengo miedo. Esta madrugada he sentido otra vez punzadas. Ya nadie me hace caso, pero es verdad. Está ahí, oigo sobre mi cabeza los aletazos de ese pájaro de presa y sé que esta vez no se irá sin mí. Mis hijas tienen sus propias preocupaciones y quehaceres familiares, es lógico, no me quejo, me tienen atendido. Amalia viene un par de días a la semana y me deja el frigorífico y la despensa con todo lo necesario. Laura me limpia la casa cuando puede, la pobre tiene demasiado con su trabajo y los hijos. Laura vive lejos, pero me visita siempre que encuentra ocasión y acude siempre que se la necesita. No me puedo quejar. Pero se han cansado de escucharme, cansa escuchar la enfermedad, sobre todo cuando la enfermedad es ese pájaro invisible que te acecha y te ronda. Si les digo lo de las punzadas, me dirán lo de siempre. Que vaya a urgencias. Pero no volveré al hospital. Si vuelvo, saldré amortajado, lo presiento. No quiero despedirme de este mundo huérfano de mis recuerdos materiales, de mis libros, de las cosas con las que he convivido y entre las que he sido. Ya no soy nada. Soy desgaste. Soy impotencia. Soy miedo. Qué esfuerzo esta mañana vestirme. Atarme los cordones de los zapatos, una hazaña. Tengo miedo de que ese pájaro de presa advierta que ya no puedo ni atarme los cordones de los zapatos y se abalance sobre mí. No me creen. Y me da miedo que no me crean, porque el deterioro es tan evidente que su incredulidad sólo puede ser disimulo para no soliviantarme; en caso contrario, me darían soluciones, no excusas. Y, si es tan evidente, ¿qué hago en este tren tan atestado de gente, acudiendo a una revisión médica que no puede sino confirmar lo que ya sé? Porque tengo miedo. No quiero irme todavía. No encuentro el momento de aceptar que he dejado de ser, que me he convertido en no más que un organismo abismándose a la extinción. Había decidido no acudir a la cita. Total, para que no me hagan caso y vuelvan a darme largas como siempre. Pero esta madrugada volví a sentir las punzadas, parecía que iban a perforarme. Como si el infame pájaro hubiera clavado ya sus garras en mí. Por un momento viví el horror, el horror de la extinción, tan suave, como planeando. Y tuve miedo. Yo, que he afrontado con audacia tantos riesgos y tantos contratiempos en un trabajo que era una lucha a dentelladas por la supervivencia. Vencía la ansiedad y el vértigo del abismo con una temeridad suicida. Pasé momentos de auténtico espanto. Pero aquello no era miedo. Entonces no advertía la sombra de esa ave de presa sobre mí ni sus fríos aleteos helaban mis insomnios. Los recuerdos siempre fueron boyas del ser en las diferentes etapas del vivir. Hoy los recuerdos me despojan todavía más de mí mismo. Porque me hablan de ausencias, de gente a la que amé y ya no está, de amigos cuyo afecto enfrió la distancia o el deceso, de cosas por las que me esforcé y hoy han perdido toda su trascendencia. Los recuerdos hoy son huecos devorando como incansables roedores los escenarios de la existencia. Y quisiera remontar el curso de los recuerdos y recuperar el calor y la energía de lo vivido. Pero no tengo fuerzas, ni para atarme los zapatos. Mi cuerpo ya apenas si tiene fuerzas para vestirse y subir a este vagón, camino de una cita médica donde esa enfermera tan cariñosa me dirá, como siempre, nos casará usted a todas, abuelo; y el joven médico en prácticas, que todavía no sabe nada de los áridos paisajes que hay en la pendiente contraria, me dará su veredicto como golosina a un niño, pero si está usted hecho un roble. No me creo las palabras, pero me reconforta el timbre afectuoso de la evasiva.
     El revisor viene a pedirnos el billete. Con su uniforme reglamentario, parece el ángel anunciador del final de toda ruta. Los demás parecen ignorarlo. Como si sólo vieran el titular pero no tuvieran tiempo o el ánimo de detenerse en los detalles. Esa joven que, al levantarse precipitadamente, ha tropezado con mi bastón y, si no fuera por la aglomeración, casi se cae ni me ha mirado ni ha mirado al revisor. No mira sino la impaciencia que la urge a precipitarse hacia las puertas todavía cerradas. Nadie mira lo que importa. Eso sólo nos acordamos de mirarlo cuando la muerte nos va pisando los talones. He pronunciado su nombre. Tengo miedo.

*     *     *

Desde mi ventana. Madrid. 1989

     No llego a tiempo, no llego a tiempo. Otra vez no, por favor. No puedo llegar tarde hoy también al rodaje. El ayudante de producción ya me amenazó con despedirme si volvía a retrasarme. Desde que la cadena hizo economías y suprimió el servicio propio de recogida y transporte, llegar a tiempo es un infierno, casi dos horas entre autobús, tren y el metro. No puedo más. Anoche caí rendida en la cama. Estaba agotada. El rodaje se prolongó más de lo previsto, otra vez. ¿Y todavía quieren que tenga buena cara? No llego, no llego. No he oído el despertador. Ni he podido desayunar. Es cuestión de vida o muerte. No puedo perder este trabajo. Después de todo lo que me ha costado que alguien se fijara en mí para un papel. La angustia de tantos meses de espera ha desembocado en la angustia del apremio. Venga, por favor, vamos. Acelera. Por Dios, que vaya más rápido este cacharro. Llegaré tarde. Ya debía estar en maquillaje. ¿Se puede maquillar la angustia? Ahora mismo sólo tengo ganas de llorar. ¿Por qué vamos tan despacio? Eran más de las doce cuando llegué a casa, ni siquiera tuve ganas de cenar. Meterme en la cama y ya está. ¿Por qué será que cuando más cansada estás el propio cansancio te impide dormir? Tuve que tomarme un valium. No he oído el despertador. Si no viviera allá tan lejos, tan incomunicada. Pero ¿quién puede pagarse un alquiler más cercano a Madrid? Y si encima pierdo este trabajo. No puedo comerme las uñas. No debo. Parece que ya llegamos. Venga, venga, acelera. ¡Dios, qué lentitud! Lo que tarda en pararse. ¿Y ahora? Que abran las puertas. Venga, rápido. Tengo que salir corriendo. A empujones, como sea. No puedo llegar tarde hoy también. Otra vez no, por favor.

(Madrid, febrero 1998)