"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

sábado, 1 de abril de 2017

COMO HUESO DE JAMÓN REBAÑAO




COMO HUESO DE JAMÓN REBAÑAO

(Relatos de la tierra amarga)






     ¡Eres un capullo!
     ¿Qué esperabas?, ¿que me pusiera a berrear igual que una plañidera de telediario?, ¿que te invocara como a héroe de tragedia?, ¿que mesara mis cabellos como colofón melodramático? Eres un puto cobarde. ¿Qué te crees?, ¿que yo no he estado también tentada de hacer como tú, mandarlo todo y a todos a la mierda y huir hacia delante? ¿Crees que yo no habría acabado gustosa con este calvario al que se ha reducido nuestra existencia? Y no pienses que, cuando te llamo capullo, por mi boca habla la incomprensión, sino la rabia.
     No sé si tú y yo nos hemos querido, no teníamos tiempo para eso. De lo que sí estoy segura es de que hemos formado un buen equipo, incluso en la derrota.
   Juntos compartimos ilusiones y esperanzas cuando empleamos las indemnizaciones por despido para el traspaso del negocio, cuando sin saber lo pusimos en marcha, sin ninguna ayuda, ni pública ni de nuestros allegados, y aún pudimos ahorrar para la entrada del piso.
     Compartimos durante años más horas que el día tiene, de trabajo y de quebrarnos la cabeza para cumplir con unas obligaciones administrativas y fiscales que no entendíamos muy bien, pero poníamos todo nuestro ahínco e íbamos solventando los obstáculos.
     Compartimos el empeño ciego de levantar una familia y que nuestros hijos tuvieran todo lo que nosotros no tuvimos.
     Compartimos la inseguridad de estar haciendo las cosas bien cuando los niños se nos iban haciendo unos extraños en sus gustos, en sus exigencias y en su rebeldía; o cuando tuvimos que tomar la más dura de las decisiones y costearle a tu madre una residencia porque nadie podía hacerse cargo las veinticuatro horas de una mujer tan vapuleada.
     Compartimos el desasosiego de la temeridad cuando el barrio cambió tanto que nuestro pequeño establecimiento había quedado obsoleto y decidimos reactivarlo. ¡Aquella dichosa reforma! ¡Cuánto papeleo inextricable! ¡Cuánta inspección, en la que se nos examinaba con lupa hasta el absurdo!, ¡como a criminales! ¡Cuánta angustia cuando el presupuesto iba disparándosenos mucho más allá de lo previsible y no nos salían las cuentas y tenían que salirnos como fuera y, a pesar de toda la publicidad que nos venden a bombo y platillo, los bancos se desentendían de nuestra situación porque no cumplíamos un requisito u otro para echarnos una mano!
     Compartimos incertidumbre y miedo cuando decidimos hipotecar nuestros escasos bienes para poder salir adelante. Nos alentábamos mutuamente, nos decíamos que era la única posibilidad que nos habían dejado, que también saldríamos de ésa; eso sí, siempre juntos.
     Compartimos la grisura de no tener vida propia, sino dejarnos el pellejo y los días detrás de ese mostrador ante el cual la vida iba pasando como en una película de la que nosotros no teníamos derecho ni tiempo de participar.
     Compartimos la vergüenza cuando, al cerrar la planta embotelladora de la comarca, esos mismos clientes empezaron a reducir sus consumiciones o a dejárnoslas a deber, y venía la dueña del local a cobrar el mes y no habíamos podido reunir lo suficiente y teníamos que decirle que volviera unos días después, aunque unos días después tampoco estábamos en condiciones de satisfacer el importe y a ese mensualidad se le había sumado ya la siguiente.
     Compartimos la ansiedad de ver que el negocio empezaba a hacer aguas a todas luces y no podíamos pagar las cuotas de la seguridad social, y un aplazamiento con sus intereses se solapaba con la siguiente cuota, y poco a poco se iba formando aquella inmensa bola de nieve que nos fue ahogando literalmente.
     De buena gana habríamos claudicado entonces y nos habríamos ido a un descampado a respirar y a vivir del aire, los dos, tú y yo. Pero teníamos hijos. Estábamos tan atrapados en aquella maraña de obligaciones y de deudas cada día más desorbitadas, que nos impedía ni dar un paso atrás ni uno adelante. Compartimos lágrimas, risas pocas.
     Compartimos el agriarse el carácter y la boca del infierno. Pero nos agriábamos juntos, como leones entre barrotes compartiendo jaula.
     Compartimos la humillación del fracaso al echar el cierre definitivamente, arrastrando en los pies los grilletes de la usura, soportando juntos la hiel de un sentimiento de culpa abrumador.

     Hoy me has excluido de tu decisión última. Me has dejado atada de manos ante el hecho consumado. Esto no has querido compartirlo. Excluyéndome del punto final, me has robado la posibilidad de buscar juntos un punto y seguido.
     Me dejas muy sola, completamente desamparada. Sin apoyo ante el ciclón que nos echa encima.
     Te lloraré, no lo dudes. Luego. En los rincones de la soledad. Lloraré tu ausencia, no tu último gesto, este escupitajo que pretendías lanzarle ¿a quién?, ¿a los acreedores?, ¿a las leyes rigurosas de la administración y de los bancos?, ¿a una justicia ciega con el débil, complaciente con el poderoso?, escupitajo que sólo nos ha alcanzado a quienes te queremos, en plena cara.
     Te entiendo perfectamente, no creas. La desesperación que te ha colgado de ese gancho la llevo mamando desde sus raíces junto a ti. ¿Y la desesperación a la que nos condenas? ¿Y el dolor insoportable que tu acción multiplica con los remordimientos de la impotencia? ¿Te has parado a pensar un solo momento en tus hijos?, ya grandes, sí, ¿y qué?, ¿en tu vieja?, ¿en mí?, ¿en la negrura a la que nos arrastras?
     Todo acto entraña responsabilidades, querámoslo o no. Y conlleva intenciones más o menos explícitas. ¿Qué pretendías?, ¿mostrar tu desprecio al mundo?, ¿desprecio también a quienes te queremos? ¿Borrarte del mapa?, nadie se borra a sí mismo, siempre deja detrás un rastro emborronado. ¿Pretendías regalar esa última imagen de víctima trágica como única herencia a los niños?
     Será, creo, la primera vez que tu voluntad no se haga efectiva. No, cariño, no. Ellos duermen en el apartamento de su tía, les ha hecho un hueco, para que no sean testigos del horror de ser expulsados de su casa como a perros sin alma. Bastante horror tienen ya encima.
     Cuando vi a mediodía que tú no volvías a casa, recelando de tu ausencia, les dije que echaran a la mochila lo que necesitasen para unos días. Me inventé una reforma del piso para alejarlos de aquí y hacerles menos amarga la cicuta.
     Toda la tarde me la he pasado buscándote, por aquí y por allá. Sabía que tenías los ánimos por los suelos y quería gastar mis últimos restos de coraje en encorajinar tu hundimiento.
     Cuando me he dado por vencida y, sola y desamparada, entro por última vez en lo que fue nuestro hogar, me encuentro esto.
     ¿Era tu intención que, al derribar esa puerta con la orden judicial en la mano, la policía se topara con este cuadro siniestro, al que mi llanto pondría una nota de noble tragedia? Pues tampoco será así. Me iré. Me iré y tiraré al río las llaves de la casa.
     Cuando los agentes del orden apalanquen la puerta para ejecutar el desahucio, sólo encontrarán lo que queda de ti, de la persona que fuiste, así, colgando del techo, como hueso de jamón rebañao.

No hay comentarios:

Publicar un comentario