"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

sábado, 16 de diciembre de 2017

PATAS DE CERDO EN AJOPOLLO (receta granadina)





     Hace poco, una alumna colombiana me comentaba la satisfacción que le había deparado la lectura de partes de mi libro dedicado a los antiguos mitos griegos, Musa Celeste, al reencontrar en el texto muchas palabras castellanas que todavía son de uso frecuente allá en Colombia, pero que al venir a España tuvo que dejar de emplear porque aquí casi nadie la entendía.
     Su comentario me retrotrajo treinta años, a la época en que desembarqué en Madrid, procedente de Granada, previo paso por tierras de Adra (Almería). Desde el primer momento, parte de mi vocabulario comenzó a chocar con una cierta incomprensión, cuando no provocaba la burla o el menosprecio.
     En esta tierra de aluvión que es la capital del reino, se suele recelar de lo diferente, se lo menosprecia, tachándolo de provincianismo. Se busca identidad no en un posible crisol de diversidades, sino en la reafirmación de una uniformidad sin raíces y excluyente, al vaivén de modas superficiales y efímeras.
     Así me encontré con que aquí llaman "espumadera" a lo que allí abajo decimos "rasera". Ambos términos aparecen en el diccionario de la RAE, con la única diferencia de que la rasera presenta una superficie plana de la paleta, en tanto que la de la espumadera es cóncava. Sin embargo, lejos de considerar el nuevo término un enriquecimiento lingüístico, lo tildaban y lo siguen tildando de localismo poco menos que extravagante.
     Es ya todo un clásico que, cuando solicito una rodilla para secar los cubiertos o para limpiar la encimera de la cocina, me gasten la broma, no por obvia menos despectiva, de ofrecerme esa parte de la pierna también llamada rodilla; a pesar de que el diccionario de la RAE, en su cuarta acepción, define la rodilla como paño basto para limpiar superficies, especialmente en la cocina. Tuve que relegar el término al cajón de los recuerdos y adaptarme al "paño de cocina" o "bayeta".
     No digamos ya con los nombres de los pescados. Para que me entendieran en el mercado, hube de aprender el término "palometa" para designar a ese pez cuyo nombre "japuta", de hondas raíces en el término hispanoárabe šabbúṭa, tantas risas nos provocaba de pequeños por el equívoco a que daba lugar.

   La lengua ha sido uno de los grandes amores de mi vida. La lengua, que (tal como definí en un poema) "es herencia y es destino", me hace comprender el mundo en sus múltiples manifestaciones, otorga una estructura al caos de los sentidos, es la herramienta con la que forjo mis relaciones con los demás, rompe las fronteras que me circunscriben al aislamiento de mi ser individual.
     Cuando perdemos una palabra, perdemos parte de la realidad que ella designaba, exiliando dicha realidad al peligroso océano de lo indiferenciado. Cuando perdemos una palabra, perdemos la capacidad de comunicar al otro los diversos matices y recovecos que, a través del pensamiento, del sentimiento, de las emociones, nos conforman como persona.
      Pero la tendencia dominante, bien sea por la presión colonialista de la lengua del imperio, bien por pereza o ley del mínimo esfuerzo, bien por gregario mimetismo, es el empobrecimiento cada vez mayor del propio idioma. Despachamos rápidamente la designación de cualquier objeto o concepto recurriendo al muy genérico y poco explícito vocablo "cosa", como si con ello informáramos de algo, y nos quedamos tan satisfechos. Escuchamos a nuestros dirigentes políticos hacer malabarismos con cuatro palabras que, vaciadas de su contenido real, terminan siendo mera herramienta demagógica y, embaucados por la grandilocuencia machacona con que las pronuncian, respondemos a su simplismo mendaz agitando banderas como armas que nos enfrentan y nos aíslan, pero no nos explican.

     Si pierdo mis raíces lingüísticas, sólo soy cometa al viento, hojarasca muerta a merced de la corriente. Si no enriquezco cada día esa herencia recibida con nuevos términos que me abran nuevas perspectivas a la comprensión del mundo, yo mismo estaré amortajando mi propia capacidad comunicativa en un chovinismo petrificado.
     Porque la lengua tampoco es ese capital guardado a buen recaudo, sino algo vivo que requiere la acción del sol y de las lluvias, la continua inmersión en la expresión de los otros. A este respecto, me viene a la mente una vieja maldición, escuchada hace muchísimo en las inmediaciones de la catedral de Granada a unas gitanas a quienes algún turista denegó una dádiva: "Ojalá se te volvieran los dineros ajos, que al tiempo se te hacen vanos si no los gastas".

     Así como el lenguaje, la gastronomía, esa adquisición civilizadora que transformó el mero devorar animal en comer, es herencia que, en su actualización cotidiana, puede impulsarnos hacia nuevas formas de sociabilidad alimentaria, acordes con la realidad contemporánea.
     Si, ante la comodidad del producto prefabricado, renegamos de nuestra tradición culinaria, iremos atrofiando irremediablemente nuestra diversidad gustativa, nuestra percepción de los matices.
     Si por esnobismo o mero marketing buscamos la originalidad a toda costa, renegando del humus nutricio de las generaciones, terminaremos comiendo humo y vanidad.
     Es por ello que, en el caudal siempre renovado de los días, intento no sólo mantener sino incluso dedicar un lugar y un momento destacados a las recetas directamente aprendidas en la mesa familiar. Una de las más seductoras, desde los lejanos tiempos de mi infancia, es precisamente el "ajopollo". Hablando de vocablos, he aquí uno fabuloso.

     El "ajopollo" en sí es un tipo de salsa relativamente frecuente en la gastronomía granadina. En casa, lo comíamos en diversas combinaciones, con verdura ("cardo en ajopollo", "patatas en ajopollo", "alcachofas en ajopollo") o con carnes diversas.
     Una de las peculiaridades de este plato es que, llamándose ajopollo, ajo sí que lleva, pero pollo... ni en pintura. Acaso esa circunstancia fuera la que nimbaba esta comida de un halo de comicidad, convirtiendo así el mero trámite de comer en un proceso lúdico.
     Sobre el origen de dicho nombre, precisamente, he oído alguna vez que se acuñó en épocas de escasez, para excitar la curiosidad de los niños y hacerlos comer mientras buscaban el inexistente pollo dentro del plato.

     Una de las combinaciones del ajopollo que más satisfacción me ha producido de siempre es con patas de cerdo, tal como las hacía mi madre.
     Aquí en Madrid las llaman "manitas", incluso me corrigen los carniceros cuando pido "patas". "Manitas de cerdo", me rectifican, empleando el mismo tratamiento infantiloide practicado por la factoría Disney. Como si el mero eufemismo transformase la realidad y no solamente nuestra percepción de la misma. Yo prefiero señalar la realidad directamente con el dedo, con la palabra.



PATAS DE CERDO EN AJOPOLLO



INGREDIENTES (para unas 6-8 raciones)
  • Patas (manitas) de cerdo, 2 k.
  • Cebolla, 1.
  • Zanahorias, 2.
  • Laurel.
  • Pimienta en grano.
  • Aceite de oliva.
  • Almendras, 100 gr.
  • Ajos, 4 o 5 dientes.
  • Limón.
  • Pan.
  • Azafrán.
  • Sal.
  • Patatas (opcional).

     Al comprar las patas, pediremos al carnicero que nos las parta cada una en cuatro y las sumergiremos la víspera en agua fría con un puñadito de sal, de manera que suelten toda la sangre y queden bien blanquitas.
     Iniciamos el proceso de preparación lavándolas muy bien en abundante agua fría. Una vez limpias del todo, las echamos a la olla cubiertas de agua y les damos un hervor a fuego fuerte durante cinco minutos. Pasado este tiempo, las escurrimos, desechando el caldo resultante, y las lavamos de nuevo en agua fría.


     Para cocerlas, sigo la tradición materna y las cocino siempre en la olla a presión. Colocamos las patas, unas hojas de laurel, un puñado de pimienta en grano, una cebolla entera pelada y con un corte transversal sin acabar de separar ambas mitades, y un par de zanahorias. Las cubrimos de agua y las cocemos a fuego mediano unos cuarenta minutos. En caso de hacerlo en olla normal, calculemos unas tres horas, hasta que estén tiernas.
     Una vez cocidas, las colamos, reservando tres cucharones del caldo resultante, y desechamos la cebolla, las zanahorias, el laurel y la pimienta.

     En tanto se van cociendo, aprovechamos para ir preparando el ajopollo.


          Para ello, ponemos al fuego una sartén mediana con un fondo generoso de aceite de oliva. Cuando éste esté caliente, freímos las almendras, moviéndolas constantemente para que se vayan haciendo homogéneamente por ambas caras. Deben quedar tostaditas, pero no muy oscuras, de modo que no amarguen. Tengamos en cuenta que el efecto del tostado se les intensifica al enfriarse, por lo que debemos apartarlas del aceite un poco antes de que adquieran ese color café con leche. Las escurrimos bien y las apartamos sobre un papel de cocina.
     En ese mismo aceite, no demasiado fuerte, freímos los dientes de ajo enteros, sin la piel, removiéndolos de vez en cuando para que se hagan por todos lados. Ya fritos, los apartamos al almirez (si vamos a majar a mano) o al vaso de la batidora (si optamos por la herramienta eléctrica).
     Siempre en el mismo aceite, freímos unas rebanadas de pan, cuatro, cinco o seis, dependiendo del tamaño de la barra. Si usamos pan ya asentado, de la víspera, mucho mejor. Una vez fritas, las apartamos junto con los ajos.
     Sobre el pan frito, vertemos el zumo de un limón o limón y medio. En el resultado final, el limón debe aportar un ligero frescor aromático, pero nunca constituirse en el sabor predominante.
     Añadimos unas hebras de azafrán, sobre las cuales echamos parte del aceite del sofrito anterior, todavía caliente, para tostar ligeramente el azafrán.


     Y majamos los ajos, el pan, el limón, el azafrán y el aceite, junto con un puñadito de sal, tal como ya se ha dicho, bien a mano, a la manera tradicional, bien con la batidora eléctrica.
     Aparte, majamos las almendras fritas, que no deben quedar completamente trituradas, sino con pequeños trocitos.


     Una vez cocidas las patas y preparado el majado del ajopollo, las volvemos a colocar en la olla, añadimos los tres cucharones de caldo previamente reservados, el majado y las almendras. Completamos con agua fría, variando la cantidad en función de que prefiramos que el resultado final sea un plato de cuchara o una carne con salsa, y les damos un último hervor de unos diez minutos.
     Antes de apartarlas del fuego, probamos y rectificamos de sal o de limón.
     Listas para servir.


     Pueden muy bien (para el paladar, que no para la dieta) acompañarse de patatas cortadas en cascos pequeños, bien sea cocidas durante este último hervor, ya con todos los ingredientes; o bien fritas y servidas como guarnición. Según si las comeremos como un guiso o como una carne en salsa.


     A saborearlas y disfrutarlas,
     sin que se nos peguen los dedos.


6 comentarios:

  1. Ha sido toda una sorpresa encontrar recetas granadinas y contadas con ese ángel de quien ama la cocina y aquí en Granada tenemos muchas pero no se han hecho famosas.

    Es cierto que viviendo fuera tambien tachaban mi vocabulario de extraño y contrario al castellano "verdadero", nos pasó igual que a tí con el término japuta para lo que también se denomina palometa.

    A mi marido le pasó con almanaque, no se entendía por qué se nombraba así al calendario. Es cierto que los hispanoamericanos conservan más vocablos nuestros que de la zona castellana, almuerzo es una palabra común para ellos y para los del sur pero desconocido en otras zonas de España. La decoración con telas granadinas en las mesas da su punto extra a tus presentaciones. No es fácil encontrarlas ya, pues ese tipo de telas apenas se elaboran ya en Granada.
    Te seguiré pues algunas de tus recetas me han recordado las que hacían mi madre y mi abuela y de las que algunos detalles se me habían olvidado, por lo que no me atrevía a prepararlas.
    Te seguiré desde ahora,
    María José Ibáñez

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    1. Gracias.
      Es una pena que se pierda la gran variedad de la gastronomía granaína, que no se reduce sólo a la tortilla del Sacromonte.
      Un afectuoso saludo.

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  2. Soy del Albaicín y estoy de acuerdo contigo para difundir las comidas tradicionales de nuestra ciudad. Son laslas que toda la vida hemos comido en nuestras casas y aun lo seguimos haciendo. Mi hijo vive fuera de Andalucía y le he transmitido el saber y cocina muchos de los platos que de pequeño ha comido en casa.
    Yo he vivido varios años en Madrid y en el extranjero y en muchas ocasiones también he tenido que explicar por qué uso una palabra y demostrar que es correcta y asi se los borra la sonrisa de la cara cuando creen que es que no sabemos hablar. Un beso y sigue así.

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    1. Gracias por tu comentario. En estos momentos duros y difíciles, en los que echamos de menos lo que menos apreciábamos, dándolo por descontado y sin apreciarlo en su debida importancia, el trato con los demás, una palabra de viva voz, un apretón de manos, un abrazo, un beso, sobre todo con la gente querida, no debemos dejar de practicar nuestras propias identidades, sean lingüísticas o culinarias, no como algo que nos distingue y nos separa, sino como un puente tendido hacia el otro, como una mano amiga que nos enriquezca y nos devuelva la alegría de vivir. Un beso a ti también.

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  3. Te doy la enhorabuena,por la presentación,por la introducción a la receta que haces, soy de Granada y de familia tradicional trabajadora del Albaycin, mi madre hacia las patas en ajopollo lo mismo que usted propone, yo me he incorporado a la cocina hace relativamente poco e intento emular y recordar las recetas tradicionales de la comida de mi casa ayudándome de mis hermanas y de lo que busco en la red, y puedo decir que esta receta es muy fiel y auténtica en la versión más de cuchara.Un saludo.

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    1. Gracias. Cuando, por motivos laborales, has vivido casi 30 años fuera de tu ciudad, aunque nunca has perdido los lazos humanos con ella y la has visitado siempre que has podido, produce una profunda satisfacción comprobar que todo aquel tesoro de experiencias que has llevado dentro de ti no son sólo fantasías de la memoria personal, sino algo que sigue vivo y compartes con la memoria de otros. Cada vez que vuelva a comer este plato, reviviré ese pedacito de memoria común, junto con esos nombres que no puedo escuchar sin un estremecimiento de ternura y emoción, Albaycín, Realejo, Alcaicería, la vega... Un abrazo.

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