"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

martes, 27 de marzo de 2018

YO TAMBIÉN, sin almohadilla


   Nací en un tipo de familia bastante frecuente en las zonas agrarias de la cuenca mediterránea, en un tipo de familia de larga tradición en la otrora abundante y fértil vega granadina.
      Nací en un matriarcado, un matriarcado de facto, una estructura social en la que los hombres hacían la Historia con mayúscula, la Historia bélica, la Historia discriminatoria, la Historia de la opresión; una estructura social en la que los hombres ejercían el poder del capital, no el de la economía doméstica; en la que los hombres se subían al tractor para dirigir desde esa altura a la peonada o a sus vástagos; en la que los hombres se hacían cabeza de familia no más que como reconocimiento público de su estatus social preeminente; en la que los hombres se casaban para agenciarse una criada, una cocinera, una sastra, una matrona, una cuidadora, una lavandera, una enfermera, a jornada completa, sin contraprestaciones, por sus huevos; en la que los hombres no practicaban el sexo, mucho menos hacían el amor, hacían hijos, para plantar su bandera de dominio en territorio conquistado y para que los retoños, una vez criados por sus madres lo suficiente, les sirvieran de mano de obra gratis, les hiciesen el trabajo cuyos réditos acaparaban luego para irse de parranda días y días, a beberse el fruto del trabajo ajeno o llorarle a la puta de turno y sólo volver a casa cuando ya la razón desaparecía de sus conciencias y entonces desahogar su frustración contra "esa bribona que había invadido su casa y sólo quería su dinero para hartar a los gandules de sus hijos", y la emprendían contra ella a voces, a patadas, a palos, cuando no a disparos u otros crímenes amparados bajo el palio de silencio y resignación de la sacrosanta institución familiar, "os trapos sucios se lavan en casa"; unos hombres ungidos con la aureola del patriarca, pero sin cayado efectivo de pastor, que huían de sus hogares a achicharrar con el aguardiente la garganta para no sentir el vacío de una existencia reducida al papel de meros sostenedores de una estructura en la que las mujeres, subalternas, sin entidad, hacían la historia con minúscula, la historia doméstica, la historia de la difícil supervivencia, de la nutrición del cuerpo y la nutrición del ¿alma?, ¿el espíritu?, ¿la razón?, ¿la sensibilidad?, comoquiera que lo llamemos; una estructura en la que las mujeres transmitían, con la leche de sus pechos y con su coraje para salir adelante, la ideología fundadora de esa misma situación hegemónica de la que ellas mismas eran su primera víctima. Ellos ejercían de gallo del corral, ostentaban la macarrónica cresta del postureo. Ellos eran los que imponían a la mañana su estridente quiquiriquí. Pero son las gallinas quienes hacen gallinero.

     Mi madre fue la única niña de cinco hermanos. Apenas tenía dos años cuando el golpe militar sumió al país en una guerra descarnada y una larguísima y cruel posguerra de represión y barbarie. Mi madre fue amamantada en el miedo, en el asco a sí misma, a su propio cuerpo; fue amamantada en la violencia por un padre que volvía de sus borracheras pegando tiros contra los suyos y otros abusos que el silencio materno se llevó a la tumba. A una cría de pocos años se le impuso el corsé de una moral asfixiante, se le dio a beber el ricino de la renuncia y la abnegación, se la ató a las limitaciones, de cuerda tan corta, propias de toda mujer de la época que se preciase. En las pocas fotografías de ella joven, sus ojos son tristes, asustadizos, interrogantes, pero su sonrisa es ventana abierta a las intimidades del corazón y a horizontes más límpidos.
     Su madre y ella trabaron una comunidad de afectos y de resistencia sólo comparable al inquebrantable vínculo entre Deméter y Perséfone, ese ancestral mito agrario de fundación. Ellas dos fueron energía y centro cohesionador de sus hermanos célibes primero y de esas cinco familias luego, que fueron la gran familia.

     Conservo una fotografía de mi madre todavía adolescente, casi una niña. Está sobre una bicicleta, encaramada en ella igual que un gorrión en la rama de la vida. La bicicleta no era suya, era de alguno de sus hermanos. Las mujeres entonces no tenían bicicletas, atendían la casa y bordaban su ajuar en un retiro sin voz ni alternativa. Ella cogía la bicicleta sólo cuando los hombres andaban en la vega o de juerga, y entonces daba rienda suelta al vértigo de la libertad. Soñaba con el día en que al fin rompería la crisálida y podría dejar volar la mariposa que llevaba dentro.




     La única salida decente que el entorno le ofrecía para escapar de las cadenas era encadenarse a un hombre que sería dueño de sus días. Se casó con mi padre. Tuvo suerte. Era un hombre bueno, bueno porque no pegaba, no vociferaba, no volvía borracho. Tampoco contaba mucho con ella, hacía su vida de hombre y, de vez en cuando, ejercía de padre de familia un rato, luego se iba a sus "obligaciones"... 




     Pero mi madre no estuvo sola, siguió indisolublemente unida a su madre, incluso cuando hubo que vender la huerta y mudarnos a un piso, cambiar los escasos beneficios de una agricultura desfasada por las incertidumbres del autónomo.
     Bajo la nueva apariencia urbana, el matriarcado continuó su labor continuista, dispersos los cinco hermanos en pisos unifamiliares pero en contacto permanente con el centro neurálgico instalado en mi casa, en la unidad de aquellas dos mujeres que supieron ir dando respuesta adecuada a los desafíos de la vida, mi madre y mi abuela.




     Y ahí nacimos mis hermanas y yo, en un mundo agrario a punto de transformarse en urbano, en un mundo en el que los hombres rondaban a veces pero nunca se implicaban, en un mundo de mujeres, la mujer que te amamanta, la mujer que te mece en su regazo, la mujer que mientras cose te cuenta historias, la mujer que encala los muros, la que corta las patatas para la siembra, la que deshoja los tallos de tabaco, la que recoge en otoño las nueces del nogal que los hombres varean sin torcer los riñones, la que despieza, embute y guisa el cerdo al que el hombre, en su heroica demostración de fuerza, ha dado el tajo de la muerte, y punto, la que tiende la blancura de las sábanas recién lavadas sobre los arbustos al sol, la que cocina sin estorbarle tú, abrazado a su pierna, la que hierve la leche recién ordeñada y te prepara en un tazoncito esa primera nata con azúcar, delicia de ángel, la que te pasea bajo los árboles de la vereda, a todo lo largo de la acequia, la que te enseña a rezar y "con sus cortas luces" se detiene a responder tus preguntas más hondas, manos de mujeres, manos curtidas, suaves, brío de mujeres sometidas a una estructura patriarcal pero con un vitalismo de resistencia y supervivencia que derrochaba amor a manos llenas.
     Ellas no cuestionaban la razón de su cárcel, era peligroso entonces cuestionar nada. Pero, como el que no quiere la cosa, poco a poco, iban arañando las paredes de aquella estrechez que las sometía y sometía sus conciencias.





     Cuando llegué a la edad en que todo niño debe ir decantándose por el personaje que de él se espera, obtuso estereotipo de una virilidad dominante, mi propia naturaleza repudiaba la estrechez de aquel uniforme. Y no me refiero a mi naturaleza sexual, que también. Desde muy pequeño, me repelía la violencia y la competitividad en las relaciones con otros niños, en las relaciones con aquellos profesores con sotana que predicaban la intolerancia y la insolidaridad con el ejemplo, en los juegos que curtían al infante para la competición por el cetro de la manada, en la solución a los conflictos mediante voces y puñetazos en lugar de argumentos. Aborrecí la entronización escolar de las competiciones futbolísticas, pareja al menosprecio dogmático del cultivo de la poesía, el teatro, la creatividad que hace del otro un interlocutor, no un contrincante. Cuando me empezaba a cambiar la voz, sufrí la obligación de tener que acompañar a mi padre al fútbol, a los toros, a "tertulias de hombres" que no eran sino pugilatos sobreactuados de autoafirmación y hombría.
     Me gustaba cuando, de adolescente, mi padre me llevaba a la recogida de la patata. Me gustaba porque no me dejaba junto a él, capataz rector de la cuadrilla sin doblar ni un tanto así el espinazo, me metía en la peonada "para que aprendiera a hacerme un hombre". Me gustaba porque, mano con mano con aquellos jornaleros, sudando su mismo sudor, era testigo de sus conversaciones, sus palabras me abrían otros mundos, otras perspectivas, machotes de pura cepa también pero sometidos. Descubría una extraña comunidad en su sometimiento y el mío. Me gustaba sobre todo porque, adolescente urbano ya, siempre amé el contacto con la tierra y con sus frutos.

     Pero lo que más me gustaba era estar con mis hermanas y construir nuestros propios mundos imaginarios, disfrazarnos, fabular, fotografiarlas, organizar breves representaciones para las fiestas familiares.




     Siempre me apasionó leer, además del cine, el teatro, recitar, escribir y grabar en el casette con mis pocos amigos "espacios radiofónicos", ocupaciones más propias de mujeres que de hombres "como Dios manda".
     El regalo que más me ha emocionado desde que tengo memoria ha sido siempre un libro.
     Mi madre miraba con orgullo mi afición a la lectura, a una cultura, en general, que a ella le había sido negada y en la que intuía una vía de escape a su realidad tan opresiva. Se enorgullecía, pero en silencio. En su papel de madre, se hacía cómplice de los hombres y me empujaba a aquellas otras "actividades propias de mi sexo".
     Desde muy pronto, también me fascinó la cocina. Ahí donde vislumbraba alguna oportunidad creativa, me sentía inmediatamente atraído. Pero los hombres no cocinaban, eso era cosa de mujeres.
     Ella no había conocido otro mundo que el de la represión y el miedo, le asustaba el vacío existente y proscrito que habitaba fuera del "mundo tal como es".
    Cuando murió mi abuela paterna, fue ella quien me reprendió por llorar durante el funeral porque "estaba haciendo el ridículo", los hombres no lloran en público.
    Cuando fui expulsado de la asociación escolar porque estaba gordo y entorpecía las empinadas marchas de los demás y porque, para colmo, mi espacio de relación con el grupo no eran los ejercicios físicos sino los fuegos de campamento, mi madre hizo todo lo posible para que los  curas revocaran aquella decisión tan poco pedagógica, que me excluía y me condenaba al aislamiento, pero ese apoyo suyo lo supe muchísimos años después, entonces respondió a mi amargura y desconcierto con un silencio impenetrable. Los hombres debían hacerse hombres en la dureza sin sentimientos.

     Y, sin embargo, a pesar del terror a lo desconocido, mamá fue aprendiendo rebelión en los detalles, con la paciencia telúrica que habita en las mujeres. De joven, vio varias veces una película en la que Doris Dey aparecía con un pijama pantalón a lunares, no por su calidad cinematográfica sino para copiar el patrón y confeccionarse un pijama igual, aunque las mujeres decentes entonces vestían camisón para meterse en la cama. Usó también pantalones para ir a trabajar a las cinco de la mañana, gélidas cinco de la mañana en las naves de Mercagranada, aunque mi padre la mirara con malos ojos por no llevar falda. Fumó como las mujeres de las películas, contra la reprobación de mi padre.
     Le costaba romper las cadenas del pensamiento que le habían inculcado desde su primera infancia. Y, sin embargo, tenía muy claro que no eran esas limitaciones "propias de su sexo" lo que quería para sus hijas. Contra el desinterés de mi padre por que las niñas estudiasen, al fin y al cabo la única obligación de una mujer era prepararse para el matrimonio, fue mi madre quien se obstinó contra viento y marea en que mis hermanas estudiasen en las mismas condiciones y con las mismas oportunidades que yo, vástago destinado a un papel hegemónico.
    Eso no obstaba para que, en el día a día, mamá basara la autonomía deseada para sus hijas en la formación académica pero impusiera en el presente una distribución de roles sin la cual todo su mundo ideológico de oscurantismo y sumisión caería hecho pedazos, arrastrándola a ella en la debacle. En casa, teníamos rígidamente establecidos los roles propios de una mujer y los de un hombre. Mis hermanas limpiaban los cuartos de baño y ponían la mesa. Mi tarea era recoger en el mercado la compra de los sábados y acompañar a mi padre en sus ocios masculinos.

     Y muy pronto empecé a decir no, a vivir la angustia de no saber qué era eso a lo que mi ser tendía pero con una conciencia clara de todo aquello a lo que se oponía: ese "mundo de hombres" al que tato los hombres como las mujeres, tanto educadores como feligresas, se esforzaban en amoldarme.
     Dije no a mi padre cuando me ordenó que dejara de comer y me levantara a traerle un vaso de agua para el bicarbonato, aunque él hacía un buen rato que había terminado su plato. El "cabeza de familia" debía ser servido y, en su concepto piramidal, me confería el honor de hacerlo en calidad de primogénito.
     Dije no cuando, gracias a unos fascículos, descubrí el magistral vitalismo de los antiguos mitos griegos y mi madre, asustada con esas historias tan humanas, tan carnales, tan poco divinas, me recomendó tirar aquellas revistas e ir a la iglesia a confesarme.
     Dije no cuando las mujeres de la familia pusieron el grito en el cielo por escoger letras en lugar de ciencias, "cerrándome así tantas puertas a mi futuro de hombre" (las letras eran más bien cosa de mujeres, sin oficio ni beneficio).
     Dije no a su aterradora visión de la realidad, que sometía las fuentes de la vida a una hipotética compensación de ultratumba, y dejé de asistir a los oficios religiosos. Mi madre tuvo miedo de mi decisión, pero no se opuso; mi adolescencia masculina ya no era tan accesible a su autoridad, y mi padre estaba demasiado entretenido con sus cosas.
     Dije no cuando se celebraron las primeras elecciones constituyentes porque, desde mi ignorancia política como hijo de la dictadura, no veía con claridad los pactos secretos de una transición forjada por los protagonistas de la tiranía. Mi madre me reprobó tímidamente mi falta de participación, con miedo, aquel viejo miedo a desobedecer las imposiciones de un poder que ayer castigaba la misma participación que hoy promovía, con miedo a que me "significase", a que no obrara como todo el mundo, genuina representante de la generación del miedo.
     Dije no a ocupar en las gradas de aquel espacio cerrado el palco de la masculinidad. Construí mi persona en el no.

     Y un día dije sí.
      Un sí que iluminó hasta los más oscuros rincones de ese ser negado. La felicidad, una felicidad inaudita, germinal, totalitaria, la felicidad de amar a otro hombre me aupó en sus alas hasta una identidad libre e incauta. La felicidad de reconocerme en el amor a otro hombre destrozó los grilletes de la cordura. Y cuando mi madre, a través de la ventana abierta al ojo de patio, nos vio nos vio abrazados, con su gesto y con sus palabras no me reprochó aquel abrazo sino realizarlo a la vista "de todo el mundo", con la ventana de par en par.Yo entonces no estaba en condiciones de comprender su miedo, aborrecí la hipocresía.
     Aquel reproche materno destruyó el candor de la felicidad y derribó los puentes de comunicación entre ella y yo, durante mucho tiempo. Para recuperar las bases del diálogo, fue necesario el distanciamiento, para no herirnos mutuamente en la respectiva consecución de nuestra propia entidad personal. Un distanciamiento primero afectivo, que luego se hizo material, cuando el trabajo como profesor me llevó a un destino fuera de Granada. Fue necesario que cada uno desarrollase por separado los caminos de su propia realización.

     Un viaje de ida y vuelta. Revestido de la aureola de la cátedra, ya no un paria por rechazar los privilegios y las preeminencias de la masculinidad, el afecto fue derribando miedos y abriendo compuertas al entendimiento. Ver que, siendo yo mismo, era aceptado y querido por la gente de mi nuevo entorno restableció las condiciones de la comunicación, fue trabajando los senderos del reencuentro. Incluso las alabanzas de mis compañeros a mi pericia culinaria allanó la posibilidad de que yo cocinase en casa, primero como algo extraordinario, paulatinamente asumiendo con naturalidad esa tarea cuando volvía a Granada. Mamá, no obstante, con candor emocionado, repetía "qué vergüenza que, habiendo tres mujeres en casa, seas tú el que guise".
     En ese viaje de ida y vuelta, las tres mujeres y yo pronto hicimos piña en los complejos procesos de afrontar un mundo procelosamente patriarcal, tres mujeres y un hombre que abiertamente amaba a los hombres trabamos una hermandad de confidencias, apoyos e intimidad que nos hacía fuertes para ir rompiendo las barreras, tanto interiores como exteriores, que nos imponía una concepción del mundo basada en la preeminencia del macho.
     La primera vez que conviví con una pareja, siempre de mi propio sexo, fue mi madre quien, antes que nadie, tuvo el número de teléfono de mi nuevo hogar compartido. Vino a conocer la casa y al hombre que conmigo la habitaba, lo trató con el respeto y el tacto con que trataba a sus restantes yernos.
     Y así, con toda naturalidad, fuimos convirtiéndonos en mutuos confidentes de nuestras propias complicaciones conyugales.
     Uno de otras, otras de uno, mi madre, mis hermanas y yo fuimos aprendiendo a ser personas en un mundo que divide a las personas por el sexo. Hasta su último aliento de vida, mi madre nos repetía con un leve matiz de amargura y de agradecimiento: "Qué pena no haber nacido yo treinta años después".




     En mi adolescencia, fantaseaba con una madre como la retratada por Gorki en su novela homónima; en la madurez, comprendí con alegría que, sin saberlo, la había tenido.
     Cuando ella nos faltó, mis dos hermanas han seguido siendo los pilares fundamentales en la creación de esa persona que ama a otras personas, independientemente del sexo y de las identidades que el mundo "tal como es" impone a cada uno según su sexo.







     Esta extensa confidencia personal me ha parecido imprescindible para, a partir de este testimonio, confirmar mi apoyo incondicional a la impresionante e imprescindible movilización femenina que culminó en la ejemplar huelga y manifestaciones del pasado 8 de Marzo; y al mismo tiempo exponer mis reticencias a su planteamiento, que no a su realización.
     Si he pospuesto su publicación a un tiempo en que la rotundidad de las controversias con los rancios garantes del "mundo tal como es" se sosegasen un poco, no sólo ha sido huyendo del oportunismo, sino fundamentalmente para no empañar con dichas reticencias mi adhesión a esa marea humana que exige una igualdad y una libertad sin la que yo tampoco podría gozar de igualdad y libertad en ese mundo "de ellos".
     Dicho lo cual, continúo con las confidencias.

     Mi primer contacto con el feminismo militante se produjo en mi primer lugar de trabajo. El profesor de filosofía invitó a dar una conferencia en el instituto a una de las figuras señeras del feminismo de los ochenta. Dos aspectos de aquella experiencia me resultaron muy chocantes.
     Durante la charla, aquella mujer, cuyo nombre prefiero mantener en el anonimato, se dirigió a aquellos adolescentes atraídos por el prestigio de la conferencia acusándolos personalmente del machismo universal, desconcertando aún más el desconcierto de muchos muchachos que, con nobleza de carácter, buscaban diálogo para trascender los límites de un pueblo costero y recibieron la bofetada del anatema, algunos de los cuales vivían entonces la misma experiencia de disfunción personal por su condición sexual.
     Tras la conferencia, tomamos un vino con algo de picar en casa del profesor anfitrión. La conversación fue distendida e instructiva. Allí pudimos plantear en privado el diálogo que en la conferencia había vetado tan agresivamente ella misma. Pero lo que más me confundió fue comprobar que su feminismo no se inscribía en la práctica en una concepción social más comprometida, comportándose en su vida privada con un clasismo desconcertante. En todo momento, el trato con su secretaria personal fue despótico, inhumano. A pesar de llevar a cuestas los muchos kilómetros que ella misma, a pesar de haber trabajado sin descanso en la organización del acto y en la anotación de la conferencia, a pesar de ser ya noche bien avanzada, se opuso a que aquella mujer participase en nuestra colación convival, porque ella no era una amiga, sino una asistenta, y antes de acostarse debía redactar el artículo correspondiente a las notas tomadas y prepararlo para su difusión a la prensa.

     Pocos años después, me trasladé a Madrid. Ahí, como siempre, trabé primero amistad con algunas de mis compañeras antes que con los compañeros. Siempre me ha resultado más fácil la complicidad con el ámbito "de las mujeres", más que con la poquedad masculina. Llegó el primer 8 de Marzo en la capital del reino y las acompañé a una fiesta de celebración. Pero se me negó la entrada, como hombre. Aquella exclusión me condenaba a un doble exilio. Un exilio interior del mundo de los hombres por mi condición de hombre que ama a otros hombres. El exilio real de quienes hasta entonces había considerado mis aliadas y mis iguales en la superación del esquema patriarcal que a todas y a todos nos oprime.

     Y fueron fundamentalmente esos dos mismos aspectos los que me ensombrecieron de alguna forma el pasado 8 de Marzo. Su planteamiento excluyente, primando un concepto sexual que deja fuera muchas alianzas igualmente atrapadas en la rueda dentada del patriarcado. Derivado del cual, esa incoherente alianza por cuestión de sexo que iguala a la hija de un dictador con la hija del que yace anónimo en la cuneta, iguala a la flamante banquera con la mujer desahuciada, iguala a la opulenta dueña de un patrimonio depositado en paraísos fiscales y a la poderosa malversadora pública con todas las mujeres que cada día se levantan antes que el sol para conseguir rascar un día más a la penuria.
     No es cierto, como he leído, que el mundo de una pareja homosexual esté libre de los condicionantes de cualquier pareja heterosexual. En todas las parejas tanto de mujeres como de hombres que he ido conociendo, independientemente del género, he visto reproducida con absoluta precisión la distribución de roles de cualquier pareja heterosexual. Porque las ramificaciones de la propia estructura patriarcal son tan profundas, están tan arraigadas en todos nosotros que, de una manera o de otra, siempre terminan imponiendo en la convivencia estrategias basadas en la sumisión y el ejercicio del poder.

     Era mi intención desarrollar con más argumentos la necesidad de derrotar al patriarcado con una visión más radical, una visión que supere el enfrentamiento y construya puentes para caminar a la par por las largas alamedas de un mundo libre de desigualdades y del ejercicio coactivo de la autoridad, en cualquiera de sus manifestaciones. Pero, a tenor de las dimensiones de todo lo anterior, pienso que sería, por una parte, algo redundante y, por otra, excedería desorbitadamente las dimensiones de un mero artículo de opinión.

     Considero de vital importancia el grito de las mujeres que ha conmocionado los cimientos del patriarcado imperante. Pero, para que esa conmoción no quede en algo testimonial, trinchera de desgaste, pienso que, junto a la unanimidad en la denuncia de lo negativo, debemos empezar a tejer complicidades y articular una respuesta, construir un discurso en positivo que abra la puerta a una efectiva erradicación de un patriarcado que tiraniza por igual tanto a sus víctimas, sean del sexo que sean, como a sus cómplices necesarios.
     Necesito de nuevo un puente de reencuentro. Y creo que lo necesitamos ya.

     Yo también me he visto acosado en la construcción de mi persona y en el desarrollo de mi propia naturaleza, desde diversos frentes, masculinos y femeninos.
     Yo también he sido víctima de mi condición de hombre en un patriarcado clasista y hegemónico. Mi única manera de dejar de sentirme víctima es poniendo todo mi esfuerzo en derribar ese patriarcado que condena a la totalidad de las mujeres a un papel subalterno y estigmatiza a los hombres que reniegan de sus atributos como varones.
     Yo también hago mío ese desafío multitudinario que inundó las calles de toda España el 8 de Marzo. Yo también, pero sin almohadilla, sin populismos justicieros, sin consignas reduccionistas, sin olvidar la cresta donde se cuece la ideología que nos enfrenta y nos esclaviza, sin el cómodo salvavidas de los 140 caracteres.





     Con una mano tendida con la que hacer puño, y con una voz que ansía el diálogo.

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